¿Qué es el lujo en la arquitectura? ¿Alarde de materiales carísimos, aunque el diseño y la ejecución sean mediocres? ¿O gozar del máximo refinamiento en el diseño, aunque los materiales sean sencillos? Lo segundo será siempre más elegante que lo primero; y en todo caso el lujo es imposible sin la perfección absoluta.
Tuve hace algún tiempo una epifanía en Roma. En esa ciudad, el estilo Barroco tuvo su apoteosis, literalmente, en la construcción de innumerables iglesias fastuosas, hechas para dejar sin aliento al primer golpe de vista, revestidas por completo de oro, plata y mármoles raros, repletas de tesoros artísticos. El Barroco está definido como "horror vacui", miedo al vacío que debía ser contrarrestado con un obsesivo relleno decorativo de todo el espacio visible. Durante los siglos 17 y 18, congregaciones y benefactores romanos competían entre sí para demostrarse la mayor piedad y devoción imaginables, traducidas en explosiones de riqueza material -paradoja de la naturaleza humana- expresadas en estos extravagantes interiores arquitectónicos.
En medio de toda esta bonanza material, hay un par de excepciones maravillosas que son obra del arquitecto Francesco Borromini (1599-1677). Encargado por los Trinitarios Delcalzos, una orden muy austera, levanta la célebre iglesia y claustro de San Carlo alle Quattro Fontane, apodada San Carlino por lo pequeña y sencilla. Por la misma época levanta la iglesia de Sant'Ivo alla Sapienza, en la Universidad de Roma. Ambas están revestidas en su interior solamente con estuco blanco, revelando así en todo su esplendor el verdadero juego maestro de volúmenes, espacios, luces y sombras que sólo los muros blancos iluminados por el sol podrían revelar, tal como proclamó 300 años más tarde el Movimiento Moderno. De hecho, estas sublimes obras del Barroco "pobre", totalmente desprovisto de efectos, pero repleto de inteligencia y poesía, son consideradas hoy como el precedente puro del Modernismo.
Borromini nos recuerda que todo en la vida ha de estar de acuerdo con los recursos disponibles. Que no hay nada más penoso que el derroche injustificado, las falsas pretensiones: imitaciones, sustitutos, réplicas de objetos irrepetibles, falsificaciones, excesos incosteables. Que a cada presupuesto le cabe una solución feliz, siempre con elementos genuinos, fundamento del buen gusto. Y que, si de valores se trata, verdad es belleza.