La más polémica de las visitas de Bolaño a Chile coincidió casi exactamente con el juicio de Pinochet en Londres. Ese azar cronológico quizás no lo es tanto. Ese año 98 perdimos los chilenos muchas virginidades. De alguna manera, Bolaño y sus declaraciones incendiarias contra José Donoso y los miembros de su taller, su descortés digestión de la comida que le ofreció Diamela Eltit removieron, de un modo paralelo al juicio en Londres, el ambiente pantanosamente calmo de una transición que pensaba haber llegado a un perfecto pacto de no agresión.
Gobernaba nuestra literatura la ley del hielo: un cierto pudor o resquemor al nombrar crímenes, omisiones, dolores; una cierta necesidad de pasar a otra cosa, novelas de departamento, viajes, drogas, historias de desamor desencontrado o, si no, vanguardia también íntima. Pasado el éxito de ventas de las primeras novelas de la Nueva Narrativa, quedaba ya para el 98 solo la sombra del prestigio, la idea de que escribir bien era escribir limpio, ser correcto, sólido, bien estructurado.
Bolaño negó de entrada todo eso. Su estrella distante fue un verdadero meteorito. Sin permiso de nadie se puso a contar la historia de un taller literario instalado en una casa de tortura. Le era fácil escribir esta historia porque no la había vivido, porque manejaba, como el juez Garzón, expedientes y no experiencias, mitos y no recuerdos. Su Chile, lleno de poetas conspiradores, de nazis surrealistas, era un arcano más del tarot que barajaba con singular talento. Sus miedos, los propios, los reservó para
2666 , donde Chile se convertirá simplemente en un basural.
Se puede discutir, tanto en el caso del juez Garzón como en el de Bolaño, el método, la oportunidad de su forma turística de ejercer la justicia. Resulta indiscutible el resultado: Bolaño nos hizo perder a los que teníamos más o menos veinte años entonces una gran cantidad de miedo. Descubrimos que Parra estaba más vivo que todos nosotros, que la excentricidad de Lemebel era central, que Lihn lo había predicho todo. Algunas voces, las de Zambra y Bisama pienso inmediatamente, aprovecharon esa libertad nueva. No tuvieron más piedad que la del talento.
Esa justicia, la de Bolaño, la de Garzón, no era nuestra sin embargo. Fuimos en ella nuevamente simpáticos colonos. Aceptamos sin chistar una verdad sobre nosotros mismos que nos trajeron de España. Nos limitamos a posar para los turistas mostrando la casa en que Bolaño no vivió, sacando de los archivos cartas y testimonios que certifiquen que fuimos los elegidos, leyendo sus libros tratando de adivinar que pensaría Bolaño de ellos, inventándonos una tradición, una norma que pudiera englobar a este extraterrestre que se supone era nuestro compatriota.
Nos ha obligado a adaptar como hemos podido la pasión de Bolaño por pensar con su propia cabeza a nuestra tradición de pensar en manada. Así, el bolañismo a la chilena ha terminado por adoptar del maestro una de sus debilidades más evidentes, esa manía suya de emplear, a la hora de hablar de literatura, metáforas policiales: el poeta como un detective salvaje, el lector como un verdadero policía.
La idea de que la literatura tiene algo que ver con el crimen se ajusta perfectamente a un país que siente que hay algo vistosamente delictiva en detenerse a leer historias de gente que no existe a la que le pasan cosas que no pasaron. Eso, y el peligro de cambiar de opinión, o de formarse una opinión propia, nos asusta hasta los huesos. De Bolaño escogimos lo más tristemente chileno que tenía, su amor a las listas negras y las detenciones bajo sospecha. Pasamos así de una crítica blanda perdonavidas de los 90, en que los desacuerdos se arreglaban en paseos a la playa, a un ambiente de impaciencia sagrada en que todo es motivo de ofensa, sarcasmo y ajuste de cuenta. Pasamos de los escritores del Mulato Gil que hacían del color de la etiqueta del whisky una señal de identidad, a un clasismo inverso en que no se teme ni por un momento echarle en cara al autor, fundo, apellido o hasta el color del pelo. Especialidad esta, de una pontificia profesora, que con cierto placer busca trabar como sea la puerta giratoria de la narrativa chilena. Conociendo desde la infancia los procedimientos policiales, no duda esta en usar los métodos más rudos con tal de que nadie salga del terreno siempre sagrado de lo políticamente correcto, esa fe que tiene el extraño poder de excomulgar hasta a Dios.
Hemos pasado de la connivencia del cóctel infinito a un cierto ambiente de cuartel policial, en el que el policía bueno le cede el lugar al malo para que el autor confiese al fin su crimen: escribir, es decir, obligar a gente que tiene mejores cosas que hacer, a leer y hasta quizás pecaminosamente, disfrutar.