La mitología literaria considera las casas de los escritores como un espacio suspensivo y aurático: no está demasiado claro qué puede ir a encontrar uno a esos lugares, pero muchas veces son preservados como si algo del espíritu que los habitó se hubiera adherido a las paredes y a los vidrios de las ventanas.
Recuerdo haber visitado junto a Rafael Gumucio, hace ya muchos años y por la pura inercia de un paseo vespertino, la casa de Victor Hugo en París, que estaba, si no me equivoco, frente a la Place des Vosgues. La memoria no ha hecho muy bien su trabajo en este caso, porque la imagen de la mansión -estrictamente un museo- corresponde hoy para mí a un exiguo paradigma conceptual: cierto orientalismo en los gustos del dueño, una autoestima férrea, una clara conciencia de pertenecer a algo con raíces profundas.
Más modesta pero definitivamente más encantadora me pareció la casa de Samuel Johnson en Londres, también convertida en museo. Se trata de una construcción más alta que ancha, ubicada, si otra vez no me equivoco, en Fleet Street, en una zona donde el comercio -en cuyas vitrinas se ofertan pelucas blancas y monóculos- le saca partido a una desdorada onda dieciochesca.
Mi experiencia con las celebridades llega hasta ahí. En Chile no hay mucho qué visitar en este rubro, salvo por las casas de Neruda. Yo conozco por azar dos de ellas: la del cerro San Cristóbal y la de Valparaíso. La troncal, la de Isla Negra, solo la he divisado alguna vez de lejos, aunque alguna vez con una juvenil patota (¿se acuerdan, Alejandra, Lircay, Boris?) ingresamos a esa casita aislada que el poeta mantenía en la cima de un promontorio frente al mar. Había sido arrasada, revisada y utilizada como fogón o cocina quién sabe por quién.
En el polo opuesto del Neruda y del Victor Hugo inmobiliarios se situaría Sartre. Bernard-Henri Lévy especifica que Sartre prefería los hoteles a las casas: los lugares de paso o de encuentro, donde el ser pudiera desembarazarse de las taras y de las cargas simbólicas. Un hotel, pienso ahora, proyectado como residencia, enfatizaría más que el ser el estar. Y, además, se trataría de un estar provisorio, en la medida en que el habitante de hoteles no tiene más pertenencias que la que registran sus maletas y tiene siempre la posibilidad de pagar la cuenta y emplumarlas.
Las casas de Neruda, de cualquier forma, aquellas que José Donoso encontraba feas, tienen a mi modo de ver una virtud: que pueden entretener a los niños. Parecen, de hecho, el resultado de postergados sueños infantiles. Caballitos de madera, pedazos de barcos, letreros estrambóticos, libros misteriosos o mágicos, botellas imposibles se cuentan en el extravagante inventario de quien da la impresión de haber tenido muchas horas de juego pendientes.