No importa si es la enésima vez que se escucha el monumental comienzo del Concierto para piano Nº 1 (1854) de Brahms: contrabajos, violas, cornos y fagots, reafirmados por el redoble de un timbal fortissimo son un llamado de atención estremecedor al que no hay cómo hacerle el quite; y la sorpresa armónica con la que los violines y los chelos presentan el primer tema deja pasmado.
En el concierto de la Filarmónica del sábado, con su director titular, el ruso Konstantin Chudovsky, ese inicio fue potente en volumen e intención, y el desarrollo sinfónico de cuatro minutos largos que sigue se escuchó sólido. Como si hubiera sido un observador impertérrito, el piano del excelente ruso Alexei Volodin entró con el tema triste e introspectivo, con un sonido controladísimo y una mano izquierda firme que reveló el precioso tejido con el que Brahms escribió siempre para su instrumento favorito. Cuando, bastante después, el piano se hace cargo del tema inicial, Volodin también mostró inspiración y fuerza en los trinos a dos manos; en el Adagio , entregó con gran delicadeza los comentarios en octavas que parecen extraterrestres y, lleno de convicción, el Rondó final. Hay pocos compositores con el talento de Brahms para las despedidas cargadas de nostalgia. Las opciones de Chudovsky y Volodin sonaron aquí convincentes; y la cadenza , llena de muy bonitos redescubrimientos en el contrapunto. Como encore , el solista tocó la Mazurka en la menor Op. 17 Nº 4 de Chopin.
El Municipal bautizó a este concierto como "Encuentro de gigantes". El título no parece gratuito por la cumbre que es el concierto de Brahms; por la obra que siguió, la Sinfonía Nº 6 en si menor, Op. 54 (1939), de Shostakovich; y por la altura, artística y física, de Konstantin Chudovsky, que prescindió del podio y se movió a gusto mientras dirigía, de memoria, la pieza de su compatriota. La Filarmónica brilló en el extenso y dramático Largo , con un segundo tema en los violines que parece un reclamo que no quiere respuesta; de hecho, en vez de satisfacción formal o discursiva, Shostakovich opta por un desarrollo que investiga timbres y atmósferas, donde destacaron los solistas de maderas y bronces. La orquesta siguió contundente en los otros dos movimientos, cortos y frenéticos, que hacen bajar de las alturas con un sarcasmo duro, pero, al fin, hecho de buena música.