Unas semanas atrás, las autoridades de la escuela a la que va Joaquín -mi hijo- enviaron a las familias de todos los niños una nota preocupante. En ella advertían que, por diversos motivos, en la institución se verían obligados a un aumento no programado de la cuota -el segundo del año- que a su vez subiría en un veinte por ciento el costo, ya alto, de lo que se paga por cada alumno. Era una pésima noticia. De implementarse, la medida afectaría directamente a las familias de recursos más limitados -que se verían impedidas de seguir mandando a sus hijos a esa escuela-, pero a la vez se volvería perturbadora para los niños que, en ese contexto de purga, tuvieran la chance de quedarse allí.
Dos madres y yo decidimos hacer algo al respecto. No era gran cosa, pero era lo único que podíamos llevar a cabo: teníamos que escribir una carta a la institución y buscar firmas de respaldo para que la misiva tuviera el mayor apoyo posible. Dicho de otro modo, debíamos instalar el tema en la agenda de debate de la escuela; un objetivo alcanzable si se tiene en cuenta que las tres madres somos -entre tantas cosas que somos- periodistas. Así que una escribió la nota, otra suavizó el tono del texto (que inicialmente era incendiario) y la tercera se ocupó de centralizar la junta de firmas.
Funcionó bastante bien. En dos días habíamos conseguido el apoyo del 50 por ciento de las familias de la escuela. Pero sobre todo -y esta es la razón por la que escribo estas líneas-, habíamos entablado un trato íntimo e impensado con una población de padres y de madres -principalmente de madres- sobre la que teníamos atesorado un inmenso caudal de comentarios malintencionados. Basta de eufemismos: las madres de la escuela -en términos generales- me caían mal, o, mejor dicho: me caían extrañas. Integraban un planeta paralelo cuyas leyes yo desconocía, y formaban parte de un curioso colectivo al que yo llamaba "besis": un mote que aludía al modo pegajosamente amable con el que ciertas madres se despedían en las cadenas de mails y que resumía el peor costado de aquellas mujeres que, ante mis ojos, parecían hacer de la puerta de entrada de la escuela el mejor -tal vez el único- mundo posible.
El detalle es que a propósito de la junta de firmas -y de la busca de aliados que organizaran los apoyos en distintos grados- empecé a intercambiar mails con dichas besis. Y lo raro es que, contra mis prejuicios, muchos mensajes dejaron al descubierto mi peor parte -la más injusta y soberbia- y la mejor parte de ellas. Y es que muchas besis sumaron su firma sin dudar -aun cuando sus hijos no fueran a quedar expulsados por el aumento-, y otras se excusaron de hacerlo argumentando vidas tan matizadas y reales como la mía. O como la de cualquier otra persona que tenga el tupé de pretenderse normal. Conocí, así, la historia de la Familia A: el marido había abierto una fábrica, se había fundido a los seis meses y todos habían quedado en la ruina. Cuando el matrimonio fue a hablar a la escuela para quitar a sus hijos, todo terminó en llanto y uno de los dueños, llorando, dijo que los niños se quedarían bajo un improvisado sistema de beca. Desde entonces las criaturas de la Familia A tienen una subvención parcial y el marido -electricista- hace en parte de pago los trabajos de electricidad en la institución.
Me enteré de la historia de la Familia B. Padre y madre están divorciados y luego de varias disputas gananciales la madre logró que su ex marido pagara la cuota entera de la escuela. "Estoy de acuerdo con la carta -dijo la madre- pero el padre dice que el aumento no le importa, que así es el libremercado. Me tomó muchos años lograr que el padre se haga cargo de un gasto de la niña, y ahora que logré que pague, yo no puedo pasarlo por encima; me da vergüenza, pero no podemos firmar".
Conocí el caso de la Familia C: todos eran felices hasta que una mañana -mientras los chicos estaban en la escuela- el padre tuvo un infarto cuando trotaba por el parque y murió en el acto. Desde entonces la escuela contiene económica y anímicamente a la madre de la Familia C -por lo que no pueden firmar-, como también lo hace con los padres de la Familia D y la E y la F, y así hasta completar la lista.
Las historias, en síntesis, iban cayendo en mi casilla con la fuerza y la velocidad de una máquina lanzapelotas. Por no hablar de todos aquellos que sí firmaban: madres y padres esforzados que mantenían ya no uno sino dos y hasta tres empleos para darles a sus hijos una formación que se les estaba volviendo inalcanzable. Estaba la madre de la niña de apellido aristocrático contando que regentaba a duras penas una librería a cinco cuadras de la escuela. Estaba la diseñadora de zapatos modernos aduciendo que tenía mellizas y que todo gasto se multiplicaba y que esa cuenta, por primera vez, dolía. Estaba la escuela entera presentándose como una inmensa colmena que se deshacía de su propia máscara y paría finalmente un rostro real.
La nota que entregamos a la escuela reflejaba ese mapa de topografía imperfecta. Y logró su cometido: cuando las autoridades respondieron -y supimos que había sido posible detener y conversar el aumento- sentí que nuestro lado más honesto había ganado una batalla. Y que en esa franqueza nos habíamos encontrado todas, demasiado parecidas, floreciendo sobre la grieta y buscando la salida con una potencia conjunta, acaso ancestral.