Por estos días, hace 478 años, Tomás Moro, prisionero en la Torre de Londres, se preparaba para el desenlace de su carrera política: el 1 de julio de 1535 se le juzgaría y condenaría a muerte. Su fiel amigo, Erasmo de Rotterdam, que hacía gala de su total prescindencia de opciones partidistas, le reprocharía haberse inmiscuido en asuntos políticos, en vez de mantenerse a buen recaudo cultivando las letras y las humanidades. Pero Moro fue consecuente con lo que había escrito en su obra de juventud, la "Utopía". En ella rechaza que un intelectual se aleje de la política con el pretexto de no sucumbir ante las inmoralidades y ambiciones que suelen rodearla: "No hay que abandonar al Estado, como no se abandona una nave en caso de tempestad, por la imposibilidad de controlar los vientos".
Ante las elecciones primarias que se estrenan este domingo habría que combatir esa mirada crítica de la política. Aunque cargada de escepticismo y frustración, no pocas veces suele encubrir una buena dosis de comodidad, egoísmo y hasta pereza, sobre todo y paradójicamente, en los sectores de mayores ingresos y nivel educacional.
Aunque el voto ya no sea una obligación jurídicamente exigible (menos en elecciones primarias), hay fuertes razones para considerarlo un deber cívico fundamental. Aquí sí podríamos usar con pertinencia el concepto de idiota ( idiotes ) que puso de moda el diputado Gutiérrez, pero para aludir no a personas que en la cultura griega eran excluidas de la polis (extranjeros, mujeres, esclavos), sino a los que se automarginan de la deliberación pública y hacen dejación de los derechos-deberes que les competen por su condición de ciudadanos.
En la ética cristiana, el deber de participar en lo público y, sobre todo, de ejercer el derecho a sufragio, es parte de las exigencias sociales de la doctrina evangélica. Es congruente con ella el elogio del padre Berríos a los líderes del movimiento estudiantil por presentarse como candidatos a las elecciones parlamentarias y someter sus propuestas de cambio al juego de la democracia. Sin importar el partido o movimiento al cual se incorporen, el hecho mismo de su participación en la arena política es una buena noticia.
Francisco, el nuevo Papa, hablando ante jóvenes los alentó también a no lavarse las manos como Pilato. Ante la pregunta de uno de ellos de qué hacer en el ámbito político, afirmó: "Involucrarse en la política es una obligación para un cristiano". Y añadió: "Nosotros, cristianos, no podemos 'jugar a Pilato', lavarnos las manos; no podemos. Tenemos que involucrarnos en la política, porque la política es una de las formas más altas de la caridad, porque busca el bien común".
Como Moro, se hace también el cuestionamiento: ¿No será la política, la vieja política, demasiado sucia, peligrosa para quien aspira a una vida recta? Francisco se responde, en línea histórica con lo asumido por el famoso humanista inglés: "Pero me pregunto: se ha ensuciado ¿por qué? ¿Por qué los cristianos no se han involucrado en política con el espíritu evangélico?". La respuesta finaliza con un desafío que interpela a todos los cristianos, y en particular a los jóvenes: "Es fácil decir 'la culpa es de ese'. Pero yo, ¿qué hago? ¡Es un deber! Trabajar por el bien común, ¡es un deber de un cristiano!" (Encuentro con estudiantes de escuelas jesuitas, 7 de junio de 2013).
Tomar conciencia -creyentes y no creyentes- de la necesidad de favorecer y participar en los comicios en los que se expresa la voluntad popular resulta indispensable, no tanto por interés propio, sino por el de todos. Votar es un deber de solidaridad. Es la vieja y vapuleada, pero también noble, indispensable política.