Ocurre que el prestigio de ciertos cineastas al final se transforma en su talón de Aquiles. Sea porque se mide su producción actual contra sus títulos clásicos o porque su propia figura queda anclada a modas que se volvieron anticuadas, el director estrella nunca deja de luchar contra su propio mito, a menos que de una vez por todas lo abrace para bien y para mal, como lo consigue el francés Leos Carax en cada plano de su ambiciosa "Holy Motors".
Convertida en la niña bonita y la pièce de résistance de cada muestra y festival en donde se la haya presentado -Cine UC la exhibirá el viernes 21 y el domingo 23 de junio, en el marco de su ciclo Europa Ya!-, la película no solo restauró la confianza en el realizador dentro de círculos que le habían perdido la pista en los años 90, sino que colocó a Carax de golpe en mitad de la discusión sobre cuánto queda de cinematográfico todavía en un medio audiovisual que a cada momento se siente más digital y material de collage .
Comprimiendo su anécdota al máximo -para no aguarle la sorpresa a quien tenga la suerte de verla-, la película describe la ruta que Monsieur Oscar (Denis Lavant) realiza un día cualquiera por París mientras va cambiando sin parar de roles y personalidades, insertándose -o mejor dicho invadiendo- con cada nuevo papel las historias de otros. ¿O son las películas de los otros? (Carax, convenientemente, no lo aclara). Conducido por una limosina que contiene todo lo que él necesita -tal como le ocurre al protagonista de "Cosmópolis", de Cronenberg-, Oscar se siente tan objeto como sujeto de la docena de episodios que protagoniza. Tan actor como director de escena, tan jefe como empleado, tan victimario como víctima: un muñeco condenado a aparecer en escena como un ladrón en la noche, y abandonar a la misma velocidad la escena del crimen, sin tener la chance de mirar hacia atrás y listo para zambullirse en el siguiente bloque, en la siguiente sección, como el buen obrero audiovisual que es.
El efecto, extraño al principio, va adquiriendo mayor peso y densidad en la medida en que Carax y Lavant -magnífico, de principio a fin- van cambiándose de género y sombreros, saltando desde la viñeta a la parodia, y de ahí drama, la acción, violencia extrema, el musical... El ejercicio recuerda a la amplísima paleta que David Lynch desplegaba en la autorreflexiva Inland empire (2006), lo que está reforzado por el prólogo del filme, en el que el propio Carax aparece acostado, despertando de una pesadilla, listo para sumergirse en otra igual de afiebrada: la cinta que veremos a continuación. De hecho, es el mar de sensaciones que se desprenden de ahí -onirismo, arbitrariedad, inquietud, entre muchas otras- lo que conspira para que "Holy Motors" traspase los meros límites de lo fantástico y lo alegórico, y convierta sus mejores momentos en ilusión cinematográfica de primer orden, una capaz de medirse con los mejores ejemplos de que uno pueda disponer al respecto como "La ronda" (1950) de Max Ophüls, "El terror de las chicas" (1961) de Jerry Lewis y, sobre todo, la grandiosa "Playtime" (1967) de Jacques Tati.
Carax había estado aspirando a esos niveles de perfección desde los días en que lo ensalzaron como el nuevo Godard (con "Mala sangre", en 1985) o como el nuevo Carné (con "Los amantes del puente", de 1991), por lo que no deja de haber algo de justicia poética en que justo ahora -cuando su universo de referencias luce más intricado que nunca- su libertad para ser él mismo parezca total. Listo para observar con emoción el pasado de su arte; él, para quien las películas siempre fueron futuro.
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HOLY MOTORS
Dirección: Leos Carax.
Con: Denis Lavant y Kylie Minogue.
País: Francia, 2012.
Duración: 115 minutos.