Una fría y gris mañana, al comienzo del invierno, en París. Cuatro señores muy respetables salen de sus casas y sus trabajos: pareciera que van a un funeral, pareciera que se van de juerga; pero en realidad es un poco de ambas. El grupo se junta para encerrarse en una mansión y comer hasta morir.
A cuatro décadas de su debut en el Festival de Cannes, la premisa de "La grande bouffe" -"La gran comilona"- aún es tan barroca y simbólica como en los días en que el italiano Marco Ferreri la refregó en la cara del establishment europeo post mayo del 68: si los arrebatos de juvenil rebeldía y radicalización no habían alcanzado a remover los cimientos de un viejo mundo que apenas se dio por enterado del remezón, sería el corazón mismo de sus respetadas instituciones el que se encargaría de sacar a la luz lo que ya estaba devastado. Puesta por escrito en 2013, esta acusación se siente lejana y hasta melancólica, pero el fantasma de ese horror se ha ido colando en nuestro imaginario hasta convertirse en parte vital de nuestra modernidad, y a nadie le extraña en lo más mínimo.
Ferreri, quien había ido construyendo una carrera contestataria desde el albur de los 60, no estaba solo. Muchos de los grandes maestros europeos -desde Fellini a Bertolucci, desde Godard a Pialat- se aplicaron en esos años a poner en escena esta suerte de ejercicios de decadencia e incomodidad que finalmente remataron en arrebatos de clínica violencia en "Saló" (1975), de Pasolini. Y la mención de esta última no es casual, ya que adelantándose un par de años a su compatriota, Ferreri usó de modelo para su fatal "comilona" el mismo libro del marqués de Sade: "Los 120 días de Sodoma"; sólo que en vez de utilizar las respetadas figuras de un duque, un obispo, un presidente y un banquero -tal como proponen Sade, en el libro, y Pasolini, en su película-, hace de los protagonistas de su "acabo de mundo" un elenco ejemplar que resume muchos de los delirios y excesos acumulados tras la posguerra: un famoso chef (Ugo Tognazzi), un poderoso ejecutivo de TV (Michel Piccoli), un piloto de avión y hombre de mundo (Marcello Mastroianni) y un introspectivo juez (Philippe Noiret). Claro que no sólo importa la máscara social que carga cada uno, sino también el mito de los actores que los encarnan: los trayectos de Tognazzi, Mastroianni, Noiret y Piccoli (el único todavía vivo y en funciones) concentran algunos de los momentos más notables y grandiosos de la historia del cine europeo; al momento del rodaje, ellos mismos ya habían devenido en instituciones, y como tales van desmoronándose en la medida en que la interminable fila de platos -aperitivos, ensaladas, fondos, postres y delicatessen- son preparados, expuestos, ingeridos y digeridos sin pausa frente a nuestros ojos.
Perdidos y absortos entre lo que se cocina, se come, se recalienta y pudre, aquí estamos muy lejos de las suntuosas cenas y bailes que enmascaraban la lucha de clases al interior de "El Gatopardo" (1963) y también del banquete entendido como camino de perfección, de "La fiesta de Babette" (1987). El desquiciado despliegue de fruición y abundancia en torno a los cuatro amigos, recuerda a veces el frenesí y la energía que Rubens desplegaba en sus gigantescos óleos de dioses y héroes, torsionados al máximo para encarnar en figuras de carne y hueso mitologías fuera de lo humano. Ambos desaforadamente barrocos, plenos de belleza y disfrute cuando se los observa al pasar; pero cargados de sangre, violencia y terror, cuando hoy se los aprecia en conjunto, en toda su maravillosa monstruosidad.
LA GRANDE BOUFFE
Dirección: Marco Ferreri.
Con: Marcello Mastroianni y Michel Piccoli.
País: Italia, Francia, 1973.
Duración: 130 minutos.