Pareciera que bastan unos aguaceros en temporada para que las principales ciudades de Chile se trastornen por completo: el agua corre libre por las calzadas, los resumideros se hacen insuficientes, los cursos naturales amenazan con desbordarse y ciertos vecindarios terminan irremediablemente en tragedia, anegados hasta el ombligo. No debería ser así. Siglos de técnica y cuantiosas inversiones en infraestructura deberían asegurarnos, como aseguran en muchas ciudades adelantadas del mundo, que un simple día de lluvia no interrumpirá nuestra rutina, nuestro bienestar, nuestra productividad.
En ese sentido, el título de este texto alude a una doble condición: por una parte, que las ciudades deberían ser perfectamente impermeables; es decir, resistentes a los embates de la lluvia, con aleros y marquesinas, con espacios públicos cubiertos, con eficaces redes de evacuación de aguas–lluvia independientes del alcantarillado sanitario, redes cuyos amplios colectores devuelvan el agua a los cauces naturales de la topografía. Recuerdo, por ejemplo, la prodigiosa ciudad de Bolonia en el valle de la Emilia–Romaña, donde todas sus avenidas, calles y pasajes sin excepción están bordeadas de pórticos continuos por donde transitar a resguardo permanente del sol y de la lluvia. Similar cosa, guardando las distancias, con el fantástico laberinto de galerías comerciales que atraviesa el centro de Santiago, gracias a las que podríamos caminar por cuadras sin abrir el paraguas. Y a propósito: el centro de Santiago no se inunda, porque su antiguo sistema de evacuación de lluvias es infinitamente mejor que el de las urbanizaciones recientes.
Por otra parte, las ciudades han llegado a ser demasiado impermeables a causa de la pavimentación de enormes superficies, sin prever suficientes áreas de tierra absorbente en medio de la trama urbana, que es uno de los principales roles que deben cumplir los grandes parques. Nuestros alcaldes, ingenuos y contentos con el negocio corto, no dudan en concesionar los subsuelos absorbentes de plazas y parques, inaugurando estacionamientos, criptas comerciales o entretenimientos infantiles, sin imaginar que con ello impiden que el agua de la lluvia encuentre un cauce natural en las napas subterráneas. Tampoco imaginan lo obvio: que bastaría construir grandes cisternas subterráneas bajo las calzadas para acumular importantes volúmenes de agua de lluvia con qué regar las innumerables y supuestas áreas verdes que nuestras ciudades, desérticas las más, tanto necesitan pero no tienen, precisamente porque es tan escasa el agua en nueve meses del año. Aunque hay un día en que todo se inunda.