Hay una novísima religión en Chile. Su dios omnipotente tiene mil bocas, brazos y ojos, e innumerables profetas que hablan al planeta en su nombre. Su dios es "el malestar ciudadano". Está por sobre el bien y el mal, la vida y la muerte, la racionalidad y el fanatismo. Carece de texto sagrado, tiene solución para todo y pontifica a través de sacerdotes autoproclamados. Quiero ser claro: no me refiero a las respetables percepciones ciudadanas, que se miden en encuestas y se expresan como mandato en elecciones pluralistas, sino a quienes se presentan desde la calle, los medios y redes sociales como la voz de la ciudadanía, sin haber ganado elección nacional alguna.
Este dios alcanzó inquietante poder en Chile. Los políticos le temen. Y es una religión a la que hay que temer: puede devorar hasta a sus hijos. Sus altisonantes y apocalípticos profetas, seguidos de fieles, son capaces de interrumpir a gritos cualquier debate democrático, de tomarse cualquier establecimiento o calle, de exigir que las cosas se hagan como ellos lo demandan o de patear la mesa en su defecto, y hasta de insultar al Presidente o escupir a la ex Mandataria. Son profetas que a duras penas manejan la ortografía, pero saben cómo organizar el país al dedillo. Su supuesta legitimidad: "la impaciencia popular".
El actual grado de exasperación y enrarecimiento del ambiente político nacional no lo veía en Chile desde fines de los años 60, comienzos de los 70. Como hoy, aquel ambiente emergió en grupos minoritarios, radicalizados y violentos, que terminaron contagiando y dividiendo al país, proceso nefasto y de epílogo traumático. Hay que saberlo: la actitud fascista cotidiana en democracia -que puede expresarse desde las barras bravas a la cultura o la política, pasando por el odio a minorías- emerge en sectores de extrema derecha e izquierda. Conviene preguntarse por qué renacen en Chile la intolerancia y la violencia política, tras poco más de dos decenios de exitosa construcción democrática.
Supongo que nuestro error central está en el relato de ella, en no haber asumido como sociedad la mayor lección que dejó la crisis que acabó con la democracia: el fracaso de la clase política de entonces para resolver mediante diálogo, negociación y conciliación una división que envenenó al país. En la reconstrucción democrática nos equivocamos en lo siguiente: pusimos el acento solo en la esencial condena a la violación de derechos humanos, pero olvidamos condenar políticamente visiones y prácticas intolerantes, violentas y totalitarias de izquierda y derecha. Ellas surgen en toda democracia, especialmente cuando ella se ve tensionada. Sensibilizamos al país en materia de derechos humanos, pero no en la de las prácticas que amenazan a toda democracia. Por eso, hoy tiene costo político cero identificarse en Chile con el sistema dictatorial iniciado por Kim Il-sung.
Esta insuficiencia no es casual ni obedece solo a visiones ideológicas, sino también a una incapacidad nuestra para mirarnos como país al espejo, y detectar y asumir responsabilidades. Así como logramos unanimidad transversal para condenar la violación de derechos humanos, urge promover desde la educación básica y media una cultura política que sea crítica -no que proscriba- de las visiones y prácticas extremas del color que sean. La historia nacional es un legado que se deja a las nuevas generaciones, expresa la visión que un país tiene de sí mismo y lo que aprende de esa historia. No podemos desperdiciar otra lección clave que ella nos dejó: la democracia también se ve amagada cuando su legítimo cuestionamiento, perfeccionamiento y profundización se realiza desde posiciones maximalistas y redentoristas que no se condicen con la convivencia democrática, las libertades individuales y la dignidad de las personas.