Resucita en voz de Luis Goytisolo la discusión sobre el fin de la novela. ¿Por qué no se escriben ni leen grandes novelas totales y totalizadoras? ¿Dio el género todo lo que pudo dar? ¿Se puede leer y escribir por internet algo que se parezca a
Ana Karenina o
Ulises ? Son preguntas que acosan a Goytisolo mucho antes de la llegada del e-book y la invasión de los reality show . Su trilogía "Antagonia" se preguntaba ya en los setenta: ¿Cómo se puede escribir novelas hoy? En esa época, que nos resulta hoy gloriosa, Goytisolo se preguntaba ya por el fin. Quizás esa obsesión, por el fin del mundo, de la novela, de la historia sea un rasgo de carácter que la educación hispano católica no hace nada por mejorar.
Aunque hay algo de cierto en esa inquietud. En París, Madrid o Fráncfort las novelas raras, mitad ensayo, mitad diario de vida, se han convertido en lo normal. Al lado florecen los best seller que son cada vez más el espectro de una trama que se le cuenta a un productor de cine en su oficina. La novela intermedia, la que aún arriesga en ser escrita pero no renuncia a ser una plaza común no vive su mejor momento. ¿Dónde están los Flaubert, los Bellow, los Bulgalov, los Nabokov, los Camus, los Marsé de ahora? Se llaman Coetzee, Pamuk, Naipaul, Muller, Mo Yan, Vargas Llosa, Bolaño, Murakami, Kirna Desai, Zadie Smith o Junot Díaz. No todos me gustan, pero es difícil negar que escriben novelas y que estas, con todas sus modernidades aparentes o reales, descienden con menos complejos de lo que se podría esperar de la escuela de Balzac, Tolstoi, Turgeniev o Dickens sin darle la espalda del todo tampoco a Beckett, Robert Grillet, Perec, vividos estos no como un quiebre sino como una continuidad secreta de una misma tradición.
¿Por que en Sudáfrica, en China, en Turquía se siguen escribiendo, y ya no en París? ¿Por qué los jamaicanos, los pakistaníes en Londres, y no los ingleses? La razón creo que tiene que ver con la naturaleza misma de la novela. La novela es un arte funambulesco. Se parece a caminar sobre la cuerda floja. Para que esta caminata tenga sentido tiene la cuerda que estar lo suficientemente tensa. En un extremo de la cuerda están las leyendas que contaban los padres, los mitos del pueblo, la épica oral; en otro extremo están los informes sociológicos, las tesis universitarias, el discurso culto. La novela cuenta el camino entre uno y otro que emprende lo que por naturaleza ha quedado excluido de estos dos mundos. Judíos en Nueva York o en Praga, irlandeses en Inglaterra, hijos de doctor de provincia con ambición de aristócrata. Necesita así comunidades en duda, necesita sujetos en tránsito. Esos sujetos, la clase media que viaja del mito al informe, se encuentra cuestionada, puesta en duda, absolutamente disgregada. La novela que produce, las de Goytisloso por ejemplo, retratan esa perplejidad. En medio de la cuerda floja, esa clase media europea que creyó en una serie de seguridades que caducaron de pronto, se ha puesto a mirar el vacío bajo sus pies. El resultado es una sensación de vértigo infinito.
La novela es un arte en tránsito, social, moral, un viaje de ida y vuelta de los cuentos de la abuela a las verdades oficiales. Cuando este tránsito se tranca, la novela hace lo propio y nace el miedo, las ganas, la certidumbre de que se ha llegado al fin de la novela. Coincide esa impresión generalmente con crisis políticas, la sensación de que el pacto que nos permite creer que Ema Bovary sin existir existe, que esa historia sin ser la historia es parte de ella. La autoridad de la novela, como de la democracia, nace de la capacidad del lector y el votante de adherir a una ficción esencialmente falsa: la igualdad de los ciudadanos. A la novela como a la democracia les preocupa menos el resultado, la historia, la trama, la moraleja que sale de ella, que el proceso en que esa historia se construye y destruye y vuelve a construir y destituir en un círculo sin comienzo ni fin.
Es esa justamente una de las paradojas de la novela y de la democracia, están llenas de finales y de suspenso, llenas de objetivos definitivos pero a la larga nunca terminan nada, siempre vuelven a empezar. Las tragedias clásicas terminan con reyes sin ojos y una montaña de muerte; la muerte del Quijote nos permite intuir que empiezan ahora las aventuras de Sancho Panza; la muerte de Madame Bovary nos sugiere la idea de una novela tanto o más interesante de la que acabamos de leer, la novela de Charles Bovary. Las elecciones, los gobiernos, se suceden del mismo modo entre el mito y el dato, entre el relato y los hechos, sin nunca, cuando la democracia o la novela es buena, definirse del todo.