Hará un par de semanas compré unas películas en un puesto del mercado persa. La primera -"Feos, sucios y malos", de Ettore Scola- nunca la había visto. Alguien me la contó hace ya más de treinta años y todo este tiempo me había quedado con la poderosa impresión que el relato proyectó en mi imaginación. El contacto directo fue decepcionante. La película me pareció parcialmente consabida y demorosa. Dos detalles me resultaron intolerables: la música como constante comentario de las escenas y la sobreactuación de la abuela, un personaje muy interesante por lo demás, pero echado a perder con gesticulaciones innecesarias.
La otra fue "Sed de mal", de Orson Welles, que no terminé de ver. Si el expresionismo teatral fue una novedad alguna vez en el cine, tengo la idea de que hoy esta modalidad más bien exaspera nuestra paciencia. No sé cuánto rato se pueden soportar -si es que uno no tiene una veneración previa o una gran necesidad de aprender- los rostros blancos del alto contraste, la evidencia del decorado, el ambiente nocturno.
Evidentemente se trata de neurosis de espectador. No pretendo hacer ninguna ciencia de estas apreciaciones o bravatas. Es muy agradable liberar por algún lado las neurosis, producto precisamente de constricciones y cuestiones pendientes.
La tercera película: "Tarde de perros", de Sidney Lumet. Ah, el cine norteamericano de los setenta, la mirada en la que fuimos criados, nuestro modo de entender el mundo. Ahí estaba todo lo que parecía haber estado buscando: la síntesis, el sedimento de la realidad en planos sucesivos, la irrupción de lo extraordinario en la distracción de un día cualquiera, adrenalina, catarsis, condición humana.
En el recomendable libro
Así se hacen las películas , Sidney Lumet califica a "Tarde de perros" como una obra naturalista. Términos más y nomenclaturas menos, yo hablaría de realismo en su acepción más deseable; es decir, recursos estéticos estructuralmente vinculados a una historia.
La historia en cuestión -el asalto fallido a un banco por parte de dos delincuentes inexpertos- provenía de "la vida real" y estaba aún viva en la memoria de los espectadores locales hacia 1975, por lo cual Lumet filtró a los actores inicialmente en una secuencia de tomas casi documentales de unas calles de Nueva York. Tomas indeterminadas: gente pasando, sol sobre el pavimento y las vitrinas, sensación normal del sofoco y el trajín de un día de verano.
En tiempos de chácharas ideológicas extremas, un libro escrito desde la pura experiencia opera una suerte de alivio en la mente atosigada. La aparente superficialidad de Lumet siempre enmascara un pragmatismo escéptico. "No sé cómo escoger películas que iluminen los temas centrales de mi vida", escribe. "No sé de qué trata mi vida ni quiero saberlo. Mi vida se define a sí misma cuando la vivo. Las películas se definirán a sí mismas cuando las haga".