Si Cándido (el personaje del cuento homónimo publicado por Voltaire en 1759) resucitara y prolongara su periplo desde Buenos Aires a Santiago, probablemente encontraría que somos un país extraordinario.
En primer lugar, podría pensar que Chile -al contrario del Buenos Aires que él conoció- es un país exento de la gran corrupción que reina en el resto del mundo. Aquí los políticos son responsables, tienen una línea de conducta íntegra y persiguen todos un solo objetivo: el desarrollo del país o, como se decía en la época de Voltaire, la felicidad del pueblo. Lo más probable es que no dejara de llamarle la atención la singularidad de Chile: a fines de los años sesenta pretendimos construir el socialismo sin quebrantar las reglas de la democracia, durante los años ochenta nos volvimos un país ultraliberal, incluso más que la patria de Thatcher, quebrantando la democracia y ahora, al entrar en el siglo XXI, estamos a punto de alcanzar la meta soñada por todos: dentro de nada, nos transformaremos en un país desarrollado. Es cuestión, parece, de alcanzar unas cifras y ya. Pero quizás lo que a Cándido le parecería más particular es que estemos a las puertas de eso que se llama el desarrollo siendo un país de analfabetos. No de analfabetos a secas, sino de analfabetos funcionales. Esto quiere decir que, a pesar de que todo el mundo (o casi) sabe leer y escribir, en Chile muy pocos leen y son cada vez más quienes, cuando lo hacen, no comprenden lo que leen. Si le mostráramos a Cándido la última encuesta internacional de comprensión lectora en adultos (de 1998) vería, con regocijo, que entre el 50% y el 56% de la población no lee nunca libros (es posible que en los años 2010 esa cifra sea bastante superior) y tiene dificultades manifiestas para comprender textos básicos, como noticias, mapas, índices, cuadros, formularios, etcétera. Con regocijo, digo, porque el hecho de que un país mayoritariamente de analfabetos sea, sin embargo, un país desarrollado viene a confortar la tesis del maestro de Cándido, Pangloss, filósofo contrario a las ideas de la Ilustración, según el cual si Dios es el creador del universo y nosotros, sus criaturas, entonces este mundo es el mejor de los mundos posibles. Y, obviamente, si estamos en el mejor de los mundos posibles, entonces no hay nada que cambiar. Se pueden mejorar cosas, sí... pero cambiar, lo que se llama cambiar, ¿para qué?, ¿para introducir el mal, o el error, en una obra divina; es decir, que emana del bien? Ridículo.
Así, Cándido en Chile podría comprobar que no es necesario leer para alcanzar la felicidad. Por el contario, leer libros obliga a desarrollar la imaginación, a ponerse en el lugar de otros, a adentrarse en otras épocas y recrear otros mundos. Esto supone el riesgo -grande- de terminar por pensar que no todo está tan bien en nuestro mundo, con la consiguiente frustración que ello acarrea: si mi mundo no es el mejor de los mundos, ¿qué puedo hacer para cambiarlo? No. Es demasiado peligroso leer. En Chile, Cándido comprobaría, entonces, que nuestros dirigentes, incluyendo a muchos de nuestros intelectuales mejor preparados, no sólo obran unánimemente por llegar al desarrollo, sino que comparten otro consenso básico: no es necesario que el pueblo sea culto para alcanzar la felicidad (entre otras cosas, porque ellos mismos, en su gran mayoría, no lo son).
En su visita a nuestro país, Cándido podría, por último, comprobar que Chile es la encarnación del mundo de otro relato tan mítico como el que él protagoniza:
Farenheit 451 . El relato de Bradbury (de 1953) describe una sociedad futurista en la que sus dirigentes han comprendido que la lectura estimula el pensamiento, y como el pensamiento supone diferenciarse de los demás, separarse de la masa, volverse sujeto, lleva a la angustia, la duda, la frustración y, por lo tanto, la población puede ser perfectamente feliz... mientras no lea. Cándido comprendería, así, que Chile es un país adelantado entre todos: después de la revolución sin revolución y del liberalismo sin la base del liberalismo que es la democracia, hemos llegado al desarrollo sin la esencia del desarrollo que es la cultura, el espíritu crítico, la autonomía de los ciudadanos. ¿No es este el mejor de los mundos?