En los años difíciles en que sobrevivía escribiendo guiones y bebía demasiadas tazas de café para cumplir su trabajo extra como novelista, García Márquez les prometió a sus hijos que un señor vestido de negro llamaría a la puerta para entregarles un maletín lleno de billetes.
La historia mitigaba la angustia económica de una familia que vivía en el México de los años sesenta, donde los negocios colocaban un letrero de inspiración kafkiana: "Hoy no fío, mañana sí".
Poco después, el escritor colombiano conocería los malentendidos de la celebridad. Aunque nunca olvidó su origen como uno de los once hijos del telegrafista de Aracataca, en su calidad de autor famoso frecuentó a mandatarios no siempre presentables. En esa compañía costaba trabajo recordar al autor que deseaba que le cambiaran un filete por un cuento.
Los escritores de culto circulan mal, pero tienen adalides que los defienden. En cambio, los autores muy leídos están tan expuestos que no parece necesario estudiarlos más a fondo.
Juan José Saer, novelista de poética densidad, dio la espalda al éxito; no fue un militante del fracaso, pero descreía de la popularidad. En sus Papeles de trabajo hace una lista de "falsos buenos escritores": Tabucchi, Saramago, Paul Auster, Nabokov, Graham Greene. En otro pasaje arremete contra el tropicalismo sin sol genuino de García Márquez. Saer entiende la aceptación como un debilitamiento estético, por más que esto a veces sea muy azaroso. Nabokov padeció la marginalidad del exiliado, pero a la postre Lolita le otorgó la improbable condición de best-seller.
Una tensión enfrenta al juicio popular con la mirada experta. Shakespeare y Cervantes contaron con públicos agradecidos, pero no eran los favoritos del parnaso local. Como ha dicho Andrés Trapiello, si el Premio Cervantes hubiera existido en tiempos del Quijote , se lo habrían dado a Lope de Vega. En su día, Shakespeare y Cervantes fueron más disfrutados que analizados y tardaron en ser vistos como clásicos.
Saer desconfiaba del escritor que no desconcierta a su época en la misma medida en que Vázquez Montalbán desconfiaba del escritor que no conecta con ella. Una vez le oí decir: "A un amigo le encantó Cien años de soledad ; cuando supo que les gustaba a millones de lectores, se arrepintió de que le gustara. No ha habido una gran obra que no haya sido popular". Esta defensa de la sociedad civil como tribunal estético nos llevó a una polémica sin solución.
Los primeros libros de García Márquez fueron reacios a la aceptación. A partir de Cien años de soledad , proliferaron las tiendas que querían llamarse Macondo.
Una escena divide esos momentos. García Márquez salió de vacaciones a Acapulco en compañía de su familia. De pronto, a media carretera, encontró el tono de su novela. Dio la vuelta en U más famosa de la historia literaria, decepcionando a los hijos que ya sentían el vaivén de las olas, y se hundió en la narrativa de Cien años de soledad .
García Márquez ha dicho que el tono que descubrió era el de su abuela. La vuelta en U significaba un regreso al origen, a la mujer con la que había crecido y explicaba lo habitual con claves fabulosas (según ella, el electricista de la casa llegaba acompañado de mariposas amarillas). Pero esa vuelta también fue un retorno al periodista que García Márquez había sido en sus tiempos costeños, cuando cubría la vida cotidiana como si fuera una leyenda. A los 21 años había escrito: "Nos dijeron que antes, cuando la madrugada era verdad, se escuchaba en el patio el rumor que dejaba el azúcar cuando subía a las naranjas".
El tono de la abuela ya determinaba las columnas escritas a fines de los años cuarenta cuando lo cotidiano recibía explicación mítica: "Y ahí estaba la vaca, seria, filosófica, inmóvil, como la simbólica estatua de un ministro plenipotenciario".
Más allá de la reputación de un autor, leerlo exige dar una vuelta en U hacia su voz primaria, ajena a la repercusión posterior. En García Márquez esa voz es la del cronista que pone a prueba lo real para confirmar su existencia.
Cuentan que, cuando finalmente tuvo dinero, contrató a un señor vestido de negro para que le entregara un maletín lleno de billetes. La fortuna no pertenecía a la realidad, sino a una ficción, lo cual no significa que fuera falsa: lo incomprobable es una verdad lenta, que aguarda ser demostrada.