Es de noche. Raramente escribo a estas horas. Mi hijo y mi marido duermen y en la casa flota un silencio oscuro. Necesitaba este momento. Lo necesitaba tanto que me sobrepongo al cansancio del día y me siento a escribir. Cierta escritura y ciertos viajes -dos formas de lo mismo- logran que mi cuerpo y mi cabeza vuelvan a ser la misma cosa.
La última vez que viajé así -a solas, a oscuras- fue hace poco más de un año, cuando fui para "El Mercurio" a una isla llamada San Alonso; un faldón de tierra que pertenece a Douglas Tompkins (millonario, gringo, ecologista radical) y una reserva de 55 mil hectáreas donde abundan los pastos, el agua y los animales silvestres. Luego de ese viaje fui -también por trabajo- a muchos otros lugares, pero en ninguno de esos destinos pude sentir la noche larga y libre que vivimos las mujeres cuando logramos alejarnos de todo.
Hice, aquella vez, un bolso pequeño. Metí unas zapatillas, una muda de ropa, un secador de cabello -oh, estupidez- y un libro que tenía por empezar en mi mesa de noche. Se llamaba "Vagabundas", era de la escritora Fernanda García Lao y contaba la historia de una mujer -Eusebia Escobar- que tras una vida entera anclada junto a su marido y su hijo en un hotel balneario y desolado, había decidido escapar en la avioneta de un huésped francés.
Puse en mi bolso, pues, y sin saberlo, un tratado sobre la huída y la errancia. Luego partí.
Para llegar a la isla había que hacer una hora de avión, cuatro de camioneta, una de lancha por los Esteros del Iberá -en la Mesopotamia argentina- y veinte minutos de tractor. Salí a primera hora de la mañana pero llegué al lugar a las cinco de la tarde. San Alonso consistía en una posada pequeña y rústica, con espacio para ocho pasajeros y ubicada en un terreno donde solo había carpinchos, ciervos de la laguna, interminables tipos de ave, varias decenas de vacas y seis caballos. Apenas bajé del tractor fui a mi habitación. Era un cuarto fresco y de cortinas cerradas donde la luz se pronunciaba en susurros. Dejé mi bolso, me tiré sobre la cama y accioné el interruptor del velador de noche. No encendió. En la isla -supe- no había corriente eléctrica, ni radio, ni televisor, ni conexión a internet, ni señal de móvil. Solo había un teléfono de línea en el comedor de los Rojas -los caseros-, al que se accedía en caso de infarto, o sea: para decir "me muero".
Al principio sentí encierro y angustia. Pero luego supuse que, quizás, ese aislamiento fuera la condición fundamental para empezar a ser libre. Con cierta ceremonia me puse de pie, abrí las cortinas, desempaqué el bolso y solo dejé intacto el secador de pelo, síntesis y emblema de mi delirante urbanidad. Luego miré la ventana. Unas gotas suaves -una lluvia breve- caían sobre un puñado de hortensias. Ese era el ritmo de la tarde. Salí a la galería de la estancia y me senté a leer. Estaba sola. Tomé el libro "Vagabundas" y lo terminé en seis horas. No salí a caminar ni a ninguna otra parte. Mientras bajaba el sol y caía la noche, me interné en la vida de Eusebia -la mujer que huyó en avioneta- y me dormí abrazada al libro.
A la mañana siguiente desayuné de cara al parque que rodeaba la estancia. Los pájaros gritaban con nervio, pero todo lo demás era quietud. A lo lejos, sin destino preciso, deambulaba una de las niñas del matrimonio Rojas. Se llamaba Graciela, llevaba ropas fucsias y, vista desde la distancia, parecía un pétalo suelto y empujado por un viento inestable. Graciela se aburría entre las hortensias. O entre cualquier otra flor. ¿Querría escapar de la isla? No se es mujer si no se sueña, alguna vez, con escapar.
Este día, tras el desayuno, me entregué golosamente al paisaje. Caminé, remé, cabalgué, me perdí en un bosque de árboles silvestres y crucé unos pastizales altos y ambarinos. Dormí una siesta, hice yoga, comí, leí. Desaparecí hasta encontrarme con este cuerpo que es mío. No extrañé a nadie. Ni a mi marido ni a mi hijo ni mi casa ni la luz eléctrica. No extrañé todo lo demás que soy. Escribí un cuento. Anoté ideas para una novela. Y supe -sé- que las mujeres libres somos un peligro vivo.
Luego pasaron las horas, pasó el agua, pasaron los caminos, pasó el cielo y volví a estar, finalmente, en mi ciudad de siempre. Pero desde entonces, cuando llegan noches como esta -en las que estoy sola y a oscuras-, noto que dentro de mí queda un germen temible. Y que tiene alas.