En un confuso incidente, un concejal de Arica las emprendió contra
Aullido , de Allen Ginsberg, traducido por el chileno Rodrigo Olavarría. La encargada de cultura habría llegado a afirmar que Ginsberg "no debería ser leído por nadie". Más cerca de mi casa, de un modo inexplicable, el alcalde de La Florida, decidió cancelar la feria del libro que se iba a desarrollar en su comuna. Se habría sugerido a una de las editoriales, la de la Universidad de Santiago, no invitar a la ex presidenta de la FECh Camila Vallejo a presentar uno de sus libros. Al no aceptar ni la editorial ni la organización la presión indebida, el alcalde habría cancelado el evento.
Es fácil leer estos gestos como simple expresión de ignorancia de quienes creen que sus municipios son sus feudos o, peor aun, la casa que decoran como quieren, e invitan o dejan de invitar con total arbitrariedad. Si se piensa con paciencia o con cuidado, hay en estos gestos una fe en la literatura y los libros que hemos perdido hace tiempo los que vivimos de ellos. Que en Arica o en La Florida los libros sean peligrosos demuestra que sus autoridades comprenden de qué están hechos esos amasijos de palabras. No hay mayor homenaje a la literatura que una feria del libro prohibida; no hay muestra más grande de amor a los libros que temerles como a lo que suelen ser, o lo que deberían ser, bombas de tiempo, bombas sin tiempo, bombas que cancelan el tiempo. Quizás por eso tantos de esos alcaldes "dueños de casa" evitan como la peste que los pillen leyendo.
Nos ha costado muchos siglos llegar a entender que las opiniones no son puñaladas y que la palabra "puñalada" no viene manchada de sangre. Nos ha costado mucho tiempo y mucha sangre comprender que las opiniones de los otros no ponen en peligro nuestra propia opinión. Nos ha costado más aun entender que hay algo limpio, libre, algo necesario en ese peligro de perderse en la opinión del otro. Hemos aprendido a tolerar y a convivir, olvidando que el
Aullido de Ginsberg es eso, y sobre todo eso, un aullido que quiere, que busca estremecer al que lo lee, hacer tambalear convicciones de toda una generación que vivió "hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo, hipsters con cabezas de ángel ardiendo por la antigua conexión celestial con el estrellado".
El que convierta eso en un llamado a la droga y el sexo puede equivocarse menos que quienes lo convierten en un monumento, un hito importante de la cultura del siglo XX, en el que la droga o el sexo o la desesperación son un símbolo de otra cosa que nunca está clara. A un niño de Arica esos versos pueden mostrarle cosas horribles que no conoce y enseñarle a decir otras no tan horribles que sí conoce. En el mejor de los casos cambiará su vida, aullará también por su generación perdida.
El poema de Ginsberg fue publicado por primera vez en 1954, nos recuerdan sus defensores, como para explicar el ridículo de venir a prohibirlo en el desierto chileno sesenta años después. El peligro de los libros reside justamente en eso, el poema de Ginsberg o los ensayos de Montaigne vuelven a suceder hoy, cuando los leo. Nos enseñan a leer para comprender qué pasó o qué no pasó en la Edad Media, pero al leer con atención nos damos cuenta de que la Edad Media no ha pasado, que sigue pasando mientras la leo. El problema de los libros, descubren los alcaldes y concejales, es que a pesar de su pretendida antigüedad, son siempre nuevos, tienen que ver siempre con la actualidad.
Nada se saca con explicarle al alcalde que la presentación de un libro no es un acto político, cuando detrás de todas las ideas políticas hay libros. Libros que no matan o protestan como objeto físico, pero que tiene la milagrosa función de prolongar los aullidos. El tribunal francés puso en el banquillo a
Madame Bovary y
Las flores del mal , demostrando un perfecto sentido crítico. De entre miles de libros famosos, escogió los dos que había que leer. Ese hito del oscurantismo es también la prueba suprema del esplendor de una cultura, la francesa de mediados del siglo XIX. La tolerancia de comienzos del XXI no está cerca de parir nada que se parezca a esos dos libros. Los artistas de hoy no temen el tribunal, nadie, para bien o para mal, los juzga, o no lo hacen por sus libros.
Los que queman libros los consideran sagrados, los que los publican sin ton ni son logran de una manera mucho más certera ahogarlos en la nada, es decir, en la multiplicidad sin fin de señales contradictorias que solo el entendido puede descifrar. Es indignante, solemos pensar los que nos dedicamos a esta cosa, que en el siglo XXI cualquier tipo de autoridad, municipal o no, se espante con los libros. Pero quizás se extrañen las generaciones futuras de lo contrario, de que a una civilización, la de los hijos de la Torá, de la Biblia o del Corán, le hayan parecido de pronto inofensivos los libros.