A veces he escuchado descartar un libro en el entendido de que se trata de literatura para adolescentes; entre ellos, los de Salinger y los de Sábato. Yo no quisiera utilizar esta categoría para descalificar, porque me parece que es muy difícil -un arte en sí mismo- complacer literariamente a los adolescentes. Nadie como ellos lee con el ánimo tan involucrado ni está tan dispuesto a aborrecer aquello que se le antoja mentiroso o burgués o aparatosamente sentimental o fuera de época.
Es posible que el reclamo de que los jóvenes de hoy no leen -una carta argumental sacada debajo de la manga con demasiada frecuencia- principalmente encubra la proyección psicológica de una edad de oro fuera de nuestro alcance: un pasado esplendor donde el conocimiento fluía sin lucro y la gente vivía en una atmósfera culturizada e ilustrada.
Por lo que yo me acuerdo, hace cuarenta años y más se decían cosas parecidas. En ese momento, el enemigo de la lectura no eran los juegos tecnológicos, sino las revistas de historietas. Había expertos que hablaban del peligro que implicaba para los niños el hecho de tomar a superhéroes, foráneos e inverosímiles, como modelos a imitar. También estaba el pool , el flipper y el taca-taca, como puntales de la avanzada siniestra del vicio y la ignorancia.
A lo que voy es que se diagnostica con liviandad. Leer implica un pequeño esfuerzo y todos, por animalidad de base y por sentido común, evitamos los esfuerzos mientras tengamos a disposición un camino más fácil. Mientras en los colegios se siga usando la lectura como instrumento para fomentar valores (valores de los adultos), no veo qué adhesión se va a lograr por parte de los jóvenes.
Yo recuerdo a los catorce años haber suspirado de lata ante los poemas de Garcilaso y de Fray Luis. Más que lata angustia de tener que ingresar por obligación en mundos que me resultaban ajenos y empalagosos, mundos de supuestos pastores y de ermitaños hostiles. No veía en esos textos ni una pizca de belleza. Mucho después y por propia iniciativa los pude disfrutar, pero hoy he vuelto a desinteresarme.
Pongo mi caso porque estoy seguro de no ser excepcional en nada. Si a mí me pasó que las lecturas impuestas me mataron de tedio, sé que debe ser el caso de la mayoría de los tipos de mi generación. Por ser entonces un adolescente y porque esta condición estructuraba mi conducta, quería que las páginas de un libro me entregaran verdades cabales, destinos dramáticos como el que yo imaginaba a la medida de mi existencia.
Algo de eso encontré en Whitman. La idea de que "quien toca mi libro me toca a mí" -que ya está en Montaigne- me alegró la vida por un rato, como lo hicieron también las historias terribles de
Bajo las ruedas , de Hesse, y de
Hermanos enemigos , de Kazantzakis.