El doloroso incendio del palacio Íñiguez revela los conflictos y contradicciones que obstaculizan la conservación del patrimonio arquitectónico urbano en Chile. Una vez más, el propietario del valioso inmueble es negligente en su obligación con la integridad y seguridad del edificio, pese a los reiterados reclamos de la autoridad en ese sentido. Se trataba, en este caso, de un edificio intacto tanto exterior como interiormente: un tesoro. Y no se trata de cualquier propietario: el DUOC es un prestigioso instituto de educación superior con sedes en todo el país, muchas de ellas de notable arquitectura contemporánea, incluida la reciente reconversión del histórico edificio Luis Cousiño en Valparaíso, que por años yació arruinado por un escandaloso incendio intencional.
Después del espanto, el primer comentario que circuló entre muchos arquitectos la mañana del incendio del palacio Iñiguez fue la paradoja de que por años el propietario había intentado, sin éxito, conseguir los permisos y autorizaciones de la municipalidad y del Consejo de Monumentos Nacionales para demoler por completo el notable interior, dejando intacta tan sólo la cáscara o fachada, de manera de construir dentro un nuevo edificio a su completa conveniencia. El proyecto es de los mismos arquitectos del edificio Cousiño y de la pretendida reconversión de otra joya porteña aún intacta: el edificio Astoreca, de 1907, pieza clave de la Plaza Echaurren en el Barrio Puerto, recién adquirido por una empresa naviera.
Por muy generosa que parezca la inversión privada, es imperativo jamás dejarse confundir por una masiva demolición disfrazada de “restauración patrimonial”, cuando lo que en realidad se propone es dejar en pie apenas la fachada. Ésa no es ninguna restauración, sino una disección que supone, equivocadamente, que el patrimonio arquitectónico urbano se reduce al ámbito efímero de las tarjetas postales. Ya la tríada vitruviana –composición, construcción y programa– nos entrega claves del verdadero sentido de un edificio: el esplendor propuesto no sólo para un paisaje urbano, configurado por volúmenes y fachadas, sino para un particular modo de vida, expresado en espacios y organizaciones interiores. Demoler los ricos interiores, aún perfectamente preservados, de innumerables edificios históricos, es demoler la conciencia y la filosofía de una época. Sólo un país avergonzado de su pasado tendría tan absurda obsesión, en especial cuando abundan ejemplos de brillantes reconversiones a partir de la integridad del edificio histórico.
Finalmente, toda buena arquitectura se fundamenta en principios claros y sólidos. Si algún arquitecto propone o se presta para demoler nuestra historia, que explique a sus colegas y a la ciudadanía entera qué habría de bueno en eso.