Chile es un país de tíos (al punto que es habitual ver a jóvenes diciéndole "tía" a la cajera del casino de la facultad donde estudian). Esto lo sabe bien Jorge Edwards, quien dedica un capítulo importante de sus memorias a sus tías y tíos. Yo, que vengo de una familia más bien de tías (eso explica mi afición a Cortázar, quien mejor se ha ocupado del estatuto de la tía en la literatura latinoamericana), tuve dos tíos, dos "tíos significativos", como diría un psicoanalista lacaniano. Mi tío Mariano y mi tío Juan Carlos. Vayamos por partes. Mi tío Mariano era hijo de un abogado de Iquique. Fue a la escuela pública de esa ciudad y después saltó a la fama, algo que en la familia no había ocurrido nunca (acceder a las páginas de los periódicos, a los noticiarios, radiales, en esa época) y por una razón que hasta hoy (por fortuna) no se ha vuelto a repetir: el tío Mariano era un estafador internacional. Así al menos se referían a él mis padres. Para mí, que aún vestía pantalones cortos, ese título tenía algo de aureola: "estafador internacional", a mí me parecía que debía ser algo así como El Zorro o Batman. Sobre todo porque en casa no se podía pronunciar su nombre: silencio, nos hacían callar, es un estafador internacional. Y además, la sola idea de que apareciera de improviso hacía caer a mis padres en un tenso mutismo. Yo, secretamente, soñaba con transformarme en estafador internacional apenas pudiera. Más grande, comencé a ver titulares: Mariano M., o sea mi tío, se había fugado a Brasil tras un desfalco millonario al Banco del Estado y, otras veces, se podía leer que a Mariano M. lo reclamaban las autoridades del Perú, por no sé qué estafa a no sé cuál institución. Siempre eran millones, en todo caso. Un día, como suele ocurrir, me transformé en Batman de mi propio destino; o sea, en un Batman de a pie, al que le pasa lo que le pasa más o menos a todo el mundo, y nunca supe nada más de mi tío Mariano (no sería extraordinario, dada la calidad de la política, que hubiese terminado como gobernador de alguna ínsula... a defecto de un banco).
Mi tío Juan Carlos es el ejemplo opuesto. Cuando tenía diez años, su padre, un senador radical (nada contra los radicales, ojo), lo abandonó en un hotel de Antofagasta. No me pregunten por qué, creo que ni él mismo acertó a averiguarlo. Huyendo de muchos peligros y pasando todas las penurias del caso, como David Copperfield, logró regresar a Santiago. Sin familia ni recursos, se empleó como peón en una parcela del Cajón del Maipo. Trabajaba durante el día e iba a la escuela por la noche. Así logró estudiar derecho y se transformó en un abogado de prestigio, especializado, no podía ser de otra manera, en asuntos familiares. Esta era la historia virtuosa de la familia, y como la virtud es mucho más aburrida que el vicio -al menos narrativamente-, a mí me daban mucho menos ganas de ser abogado que de ser estafador internacional.
Al final, ni lo uno ni lo otro: fui escritor, que es, quizás, una manera de acercarse -desde la virtud, quiero suponer- mucho más a la estafa que a la ley. En una última entrevista, un poco antes de morir, Marguerite Duras dice que la literatura debe "representar lo prohibido, decir lo que no se dice normalmente". Aunque muchos escritores y escritoras practican lo contrario: dicen lo que todo el mundo dice, quizás porque esto último es harto más rentable. Las escritoras que les hablan a las mujeres desde la "sensibilidad femenina", las historias de arquetipos sociales, estilo Corín Tellado -un genio, a su manera-: digamos que sin sorpresa, se vende más. "Hay que alabar al lector -escribía Flaubert- si se quiere tener éxito". Y Marguerite Duras, continúa: "La literatura debe ser escandalosa, todas las actividades del espíritu deben estar relacionadas con el riesgo. El poeta es en sí mismo ese riesgo, alguien que, contrariamente a nosotros, no se defiende de la vida". Quizás todo lo que he escrito no sea más que una especie de glosa a esa narración de infancia sobre mi tío Mariano...