Al ser elegido, el Papa comentó que lo habían ido a buscar al fin del mundo. Los argentinos han sido muy exitosos vendiendo a la Patagonia como el fin del mundo. Nosotros, copiones, hemos seguido ese camino para lograr algo de aquel éxito. Lo cierto es que identificar al Cono Sur americano con el más lejano de los rincones es un lugar común tremendamente extendido. Una vez más, basamos nuestra identidad en una afirmación falsa. Peor aún, creemos que amplificando este error, adquirimos una personalidad que nos asegura un asiento en el banquete de los grandes.
La realidad es exactamente la opuesta. En nuestras tierras comienza el mundo. ¡Pobrecitos aquellos europeos y norteamericanos a quienes les tocó vivir tan lejos! Sinceramente, es muy lamentable. Afortunadamente, parece que no lo sienten así. Lo tremendo es que nosotros nos sentimos viviendo tan lejos de aquellos que sí viven lejos: es decir, vivimos doblemente lejos: ¡pobrecitos de nosotros! Doblemente pobrecitos. Nuestro drama, nuestra marginalidad, radica en esta falla cósmica de nuestro espíritu.
No sabemos ver ni sentir ni valorar aquella luz y aquella vida que emanan de las potentísimas rocas que iniciaron su marcha creadora bajo el polo que nos cobija, cubiertas por un gruesísimo manto de miles de metros de hielos, hielos a su vez arrasados por los más inclementes vientos. Desde allí marcharon para señalar su huella y elevarse al cielo, levantando aquella cubierta helada y desafiando al potente océano que se cruza en su camino. Derrotadas momentáneamente por este, aquellas rocas supieron sobreponerse con astucia y fortaleza para reiniciar su camino ascendente. Sobrepasaron los hielos, dejándolos por aquí y por allá como bella decoración. Sus aguas crearon grandes lagos y fecundaron bosques y campos. Dieron forma a una cordillera y crearon un continente para destacar su grandeza. Y en su cúspide, completaron su trayecto con una altiplanicie que se extiende como un gigantesco altar para recibir al sol fecundante.
Es aquí donde vivimos, en el centro y el origen del mundo. Es así por misterio de la luz y de la vida que emanan de la majestuosidad pétrea de la cordillera. Cuando comprendamos que el centro está dentro de nosotros y no en lejanas tierras, el mundo nos reconocerá y alabará. Entonces, los Andes magníficos servirán de cimiento formidable para asentar el trono petrino, como realidad del espíritu y símbolo rector que se orienta a la conquista de lo más alto del cielo.