Desde que en 2008 perdió el habla, a consecuencia de los estragos de un cáncer en la mandíbula, comencé a imaginar al crítico Roger Ebert refugiado en un rincón del amplio estudio de su brownstone en Chicago, despachando sin parar artículos, reseñas, e-mails , tuitazos y posteos en Facebook y en su blog, sin dar tregua a sí mismo ni a sus miles de lectores. Si no eran capaces de seguir su ritmo infatigable, peor para ellos. Por lo mismo, no pude evitar sonreír, hojeando hace unos meses las páginas de "Life itself", su libro de memorias, al dar con una foto de Ebert justo en esa actitud: sentado en la penumbra frente a la pantalla -envuelto en un largo batón, como el filósofo del cuadro de Rembrandt-, inmerso y transfigurado en un océano de palabras que no necesitaban ser pronunciadas en voz alta para cobrar vida, sino simplemente escritas y luego leídas.
Es el retrato que Ebert -fallecido el jueves, a los 70 años, un par de días después de anunciar la recurrencia de su cáncer- había elegido para sí a la hora del balance. Ahí ya no estaba posando como el crítico de cine más famoso del mundo (que lo era) ni como el primero de sus colegas en ganar el premio Pulitzer (en 1975), o como el gordo señor de anteojos que en los años ochenta se convirtió en estrella televisiva junto al también crítico Gene Siskel, y que en los noventa emergió como poderoso difusor del cine independiente -con su propio festival de filmes subestimados- y convertido en enérgico antologador de una obra compuesta por alrededor de 10 mil textos esparcidos en casi medio siglo de constante trabajo, casi siempre para su adorado Chicago Sun-Times.
Un hombre de diarioTan frondoso se vislumbraba su legado en estos últimos años (de un promedio de 100 textos al año, había subido a 300), que más de alguien se refirió al viejo Ebert como una suerte de doctor Johnson contemporáneo, alguien que había acabado por volverse tanto o más influyente que las propias películas que comentaba, pero no estoy muy seguro de que la comparación le gustase. Para nada. Aunque había emergido al alero de la legendaria Paulina Kael como uno de los mejores prosistas de su ramo, nunca se sintió un literato, ni menos intentó pasar por un escritor "serio"; de hecho, le gustaba definirse como un newspaperman , un tipo que se jugaba el sueldo -y la vida- dentro de los confines asignados a su columna en la página de espectáculos de cada viernes.
Como suele ocurrir con el trabajo de los mejores críticos, leídos por separado -antes en el Sun-Times, hoy en el enorme www.rogerebert.com-, sus textos se desplegaban como un gran catálogo de gustos, de polémicas del día, preocupaciones cotidianas; juicios tan acertados como equivocados, efectuados muchas veces en caliente (leyendo al mejor Ebert, uno siente el vértigo de escribir contrarreloj, con el cierre pisándote los talones) o madurados a punta de pura experiencia. Leídas en bloque, sin embargo, sus críticas y, sobre todo, sus perfiles adquirían un espesor novelesco y jalonado por constantes guiños autobiográficos: inolvidables son sus recuerdos de Cannes, sus aventuras televisivas (que lo convirtieron en caricatura de sí mismo) y sus confesiones sin censura del alcoholismo que casi le costó su carrera, en la década de 1970.
Solo una estrella para "Terciopelo azul"Fue recién a fines de la década siguiente cuando su rostro ya era conocido en todo Estados Unidos por su programa sindicado en TV, que se entusiasmó con la idea de publicar un libro anual con sus reseñas. Lo interesante es que no quiso elegirlas por su calidad literaria o cinematográfica -como hicieron muchos de sus contemporáneos-, sino que con mentalidad de demócrata divulgador.
Si las buenas películas tenían su espacio asegurado, también lo tenían las malas; y más: cuando comenzabas a devorar las páginas de esas suertes de guías telefónicas de películas, te dabas cuenta de que en estos gordos "Movie Yearbooks" nadie tenía la suerte comprada; que, en su opinión, la hoy intocable "Terciopelo azul" bien podía merecer sólo una estrella (el porfiado Roger nunca se retractó), mientras que la menospreciada "Colegio de animales" se coronaba feliz con cuatro perfectas. En el fondo, más que una labor crítica sólo centrada en directores y autores, la suya era una intensa y apasionada mirada al cine de los géneros y a la forma en que las películas satisfacen o traicionan las potencialidades de éstos.
Ésa fue una viga maestra que se fue fortaleciendo año tras año (hasta completar 25 gruesos volúmenes), lo mismo que su ferviente fidelidad por un puñado de nombres a través de las décadas, sobre todo los de Werner Herzog -quien, ante el advenimiento de su cáncer, le dedicó en 2007 su documental "Encuentros en el fin del mundo"- y Martin Scorsese, una suerte de alter ego con quien compartió creencias tanto fílmicas como vitales y que en estos mismos momentos trabajaba junto a Ebert produciendo un documental basado en "Life itself". Hermosa ironía, la de un crítico de cine que ama lo bastante a las películas como para acabar convirtiéndose en una... Un filme narrado en esa primera persona que tanto le gustaba, y que defendió al punto de dar confianza a incontables personas -me cuento, feliz, entre éstas- de usarla cuando fuera bello, justo y necesario. Pero en la hora del gracias y hasta luego, mejor que él mismo lo explique:
"Todas las reseñas, tácitamente o no, están escritas en primera persona, ya que representan la opinión de alguien que las escribe bajo ningún pretexto de objetividad. Así que anda y escribe. Y da las gracias porque el tan editorial 'nosotros' haya mordido -por fin- el polvo".