Toda ciudad está fundada en un sueño, una ilusión de esplendor. La nuestra está, además, fundada sobre una roca: el peñón llamado Huelén. Sobre esa árida atalaya soñó el conquistador con un mundo nuevo y vislumbró en el valle a sus pies la rigurosa traza de la ciudad imperial; más tarde fue ahí mismo donde la República inauguró la modernidad encarnada, a la usanza de entonces, en un trocito de París (otro sueño de ultramar) para escapar del tedio somnoliento de callejones encalados y tejas que habíamos heredado de Extremadura. Santiago se refleja bien en el destino de esta roca: por un siglo el cerro Santa Lucía fue la joya de la ciudad; encantador y misterioso, bien hecho, un alarde de ingenio, voluntad y buen gusto. No más. Acorralado por altas torres, rodeado de humo y ruido, diezmados sus ornamentos, maltratados sus evocadores rincones, enrejado, el cerro pasa ahora casi desapercibido ante el ciudadano impávido, adormecido ya no por la siesta colonial sino por sus prosaicas urgencias y una curiosa idea de progreso según la cual cualquier novedad es siempre mejor. He aquí la fortuna de Santiago: la inconformidad histórica de sus habitantes, propia de pueblo remoto y menesteroso, resignado a sus periódicos terremotos y convulsiones sociales, ávido de identidad y, por lo mismo, carente de ella.
Sin embargo, subsiste hasta hoy un Santiago de rango incomparable. Nos referimos a la ciudad pensada como un continuo de espacios públicos nítidamente configurados por la arquitectura, y que se encuentra en ciertos parajes del centro donde, gracias a su temprana consolidación, se mantiene felizmente intacta y vigente. Como en tantas ciudades bellas, este paisaje urbano es fruto de la notable calidad arquitectónica de un sinnúmero de obras cuyos autores estuvieron mucho más comprometidos con el buen resultado colectivo que con su gloria personal o la de sus mandantes. Este paisaje es fundamentalmente consecuencia del plan regulador de Santiago de 1934, ideado por el urbanista austríaco Karl Brunner, quien había llegado a Chile contratado por el gobierno para estudiar el proyecto de un barrio cívico. Este plan regulador estructuró la imagen misma del centro de la ciudad: una estricta línea de edificación, fachada continua y una altura homogénea de los ocho pisos de toda Europa, adecuada a nuestra traza de calles estrechas y a las eficiencias económicas de la construcción antisísmica.
El concepto de edificios–manzana de inspiración vienesa permitió además el desarrollo de una excepcional tipología de espacio público, tal vez única en el mundo en cuanto a su complejidad y magnitud: la extensa red de pasajes y galerías comerciales que, en un universo distinto y simultáneo al de la calle, conecta todo el centro de la ciudad duplicando los usos del suelo y la experiencia del transeúnte, cosa posible precisamente gracias a la clara configuración espacial del vacío urbano. Con sus edificios y pasajes, en cosa de 30 años la ordenanza Brunner había modelado gran parte del centro de la ciudad incluyendo, entre otras imágenes significativas, la actual fisonomía de la Plaza de Armas, la fachada del Parque Forestal y los frentes de la Alameda en su tramo principal, que es nuestro espacio cívico por excelencia. En ese breve período, Santiago pasó de ser capital de provincia a tener aires de gran ciudad, los que habría mantenido hasta hoy de no ser por el paulatino y lamentable descontrol de su diseño urbano.
(Adaptado de “Fragmentos Urbanos” en: “Santiago Centro, un Siglo de Transformaciones”, Ilustre Municipalidad de Santiago, Dirección de Obras Municipales)