Cualquier cambio de casa implica ajustes complejos: coordinación del tiempo de demasiadas personas, trabajo físico y mental, decisiones de última hora, gastos. Por lo general no nos tomamos este trámite con alegría, a no ser que la mudanza implique un mejoramiento milagroso de nuestras condiciones de vida, cuestión que no sucede muy a menudo. Un par de veces me ha tocado, por lo mismo, dormir en un departamento vacío: problemas con el salvoconducto, desfase entre mis desplazamientos y los del camión del flete. Nunca, en estas circunstancias, le he hecho caso a la voz que me dice: está bien así, no necesitas nada, habita este vacío blanco junto al eco de tus pasos y de tu voz. Finalmente he terminado siempre recibiendo mis cosas como un borrego. ¡Mis cosas! Bultos multiplicados hasta el tedio, objetos del apego que quieren ser resignificados en otro orden, sedimentos de vidas propias y ajenas. Ah, si sólo pudiera quedarme con las fotos.
Así como habría una "casa fantasma" configurada en nuestra vida anímica -la casa modelo, aquella que reaparece en nuestros sueños-, habría también una casa ideal, aquella que construiríamos si tuviéramos la libertad y los medios. En mi caso, ambos recintos difieren: uno es hondo, medio tenebroso, verdoso y severo; el otro corresponde a una fantasía infantil, un enredo de niveles y de espacios de funcionalidad extravagante (un pasillo concebido estrictamente para encauzar el viento del atardecer, por ejemplo).
Le debo estas especulaciones a la lectura bastante vertiginosa de Papeles falsos , el primer libro de Valeria Luiselli, que alguien me pasó en el entendido de que encontraría entre sus páginas un pensamiento o una experiencia reconocible. Eso es precisamente el factor que identifica el género del ensayo: la posibilidad del reconocimiento. Valeria Luiselli escribe, por cierto (como alguna vez Cyrill Connolly), sobre visitas a departamentos vacíos -por parte de falsos interesados en arrendar-, y también sobre la tumba de Joseph Brodsky en Saint Michelle y sobre tumbas en general y sobre el orden de los libros y sobre mapas, aterrizajes, ciudades, recuerdos, mexicanidades y alteridades. Cualquiera sea la diversidad del índice temático, uno queda con la sensación de que se ha producido una sintonía entre frecuencias lejanas.
El ensayista puede mostrarnos un caso peculiar, una intuición única, una cadena de asociaciones provenientes de su indagación autobiográfica, y -a despecho de las diferencias de edad, de época, de idioma, de país, de lo que sea- nos damos cuenta de que lo que hizo fue simplemente poner por escrito algo a lo que nosotros no habíamos logrado darle una forma, algo inminente, algo que estábamos a punto de enunciar.