A veces pueden bastar unas pocas obras. Es lo que ocurre con el pequeño conjunto de pintura flamenca de los siglos XVI y sobre todo XVII, perteneciente a la colección Gerstenmaier. Así, una pintura y dos grabados de Rubens ostentan los atributos suficientes para mostrarnos una especie de síntesis de las virtudes del barroco. Ocurre con aquel óleo y el par de aguafuertes mostrados, respectivamente, en la Corporación Cultural de Las Condes y en la Fundación Itaú. Ellos manifiestan un dinamismo plástico admirable, una interpretación iconográfica genuina, una potencia figurativa única. El amplio lienzo La Virgen de Cumberland nos transmite, pues, el esplendor carnal, táctil, la plenitud luminosa, el colorido vibrante de Rubens, junto con la particularidad de colocar a Jesús Niño de pie y en el primer plano, sin que ello mengüe en absoluto la presencia poderosa de Santa María, puesta tras Él. Además, el fondo abstracto de castaño llameante empuja hacia adelante a ambos protagonistas. En cuanto a los retratos gráficos sin color de los reyes españoles Felipe IV e Isabel de Borbón, su suprema elegancia cortesana, el claroscuro aterciopelado y el entorno de cortinajes suntuosos servirán de modelo para los retratadores insignes del realismo del siglo XVII, fecunda brotación barroca. Al mismo tiempo, ambos personajes parecieran salirse del marco arquitectónico que los contiene.
Pero la exhibición de Las Condes ofrece otras obras. Parte con un anónimo hispano flamenco de comienzos del siglo XVI. En este Tríptico de la Resurrección destacan, detrás del típico Cristo primitivista y huesudo, un precioso paisaje rocoso con castillo y, en el ala lateral, la pareja Adán y Eva expulsada desde un paraíso con puertas de ingreso góticas. Por el contrario, como casi una miniatura, asimismo anónima y del mismo siglo, cuelga una Virgen de la leche, bajo la sombra innegable de los grandes flamencos de su época. Mayor identidad propia ofrece la naturalidad devota de una Adoración de los Ángeles y los pastores, donde Martin de Vos reúne la fortaleza volumétrica de cada figura con un notorio defecto de composición: el angelito de pie interrumpe el conjunto, mientras las cabezas del burro y del buey emergen desde no se sabe dónde. Por su parte, en el Calvario, de Jacob de Backer, asoma el manierismo de la Escuela de Amberes, a través de los cuerpos exageradamente musculosos y retorcido de los dos ladrones. Otro Calvario, de Víctor Wolfvoet, ya por entero del siglo XVII, refleja, intenso, el paradigma rubensiano.
En el segundo salón principal de la Corporación Cultural hallamos otros momentos hermosos de la exposición. Tenemos dos espléndidos óleos grandes de Gaspar Pieter Verbruggen II. Representan monumentales jarrones de flores, cuyo cromatismo recoge, sutilmente, un día muy luminoso y otro más bien nuboso. Del exitoso Anton van Dyck sobresalen dos pinturas con las efigies de J.CH. de Cordes y de Jacqueline van Caëstre: él con la mirada franca de sus grandes ojos; ella, huidiza y desconfiada. Respecto a sus grabados con retratos masculinos sin color, ocho hay en Las Condes y catorce en Itaú. De mucha elegancia todos y en actitudes perentorias, su dinamismo corporal se halla más cerca del barroco berniniano que del realismo de ese mismo siglo.
Extranjeros en el Bellas ArtesUno de los fundadores del históricamente célebre Grupo CoBrA, y acaso su miembro más relevante, el danés Asger Jorn (1914-1973) dejó una obra abundante e inquieta. Una selección de ella -dibujos a pluma, grabados, collages, pinturas-, procedente de su propio museo en Dinamarca, está ofreciendo nuestro Bellas Artes. Ordenados cronológicamente, sus primeros trabajos -1937 a1942- tienden a exhibir alguna huella del surrealismo y su escritura automática, pero, ante todo, de Picasso. Después su individualidad se manifiesta en una expresiva y potente abstracción que, por momentos, no deja de lado la figura reconocible. Entre lo mostrado en Santiago, preferimos dos collages de 1956 y sobre todo un decollage de 1964, ejecutado a partir del desgarramiento de pósters y sobre fondo negro. Unos y otro poseen, a la vez, una movilidad plástica y una serenidad anímica fuera de lo corriente.
Una artista finlandesa, Karina Kaikkonen, nos encanta con una instalación en el hall central del mismo museo. De muy amplias dimensiones y compuesto por dos porciones simétricas, utiliza vestuario multicolor para definir una serie armoniosa de semicírculos que, con algo de guirnaldas arquitectónicas, descienden de alto a abajo y se derraman, como aguas fluyentes, sobre el piso de ese recinto central del edificio, al mismo tiempo apoderándose y aunándose con el espacio asignado. La transfiguración de sus prosaicos materiales resulta total.