Beppe Grillo, candidato italiano antisistema, ha puesto en práctica una comunicación paradójica. Mientras menos entrevistas televisivas ofrece, más se habla de él en las pantallas. De acuerdo con Umberto Eco, este éxito se debe a que "la comunicación no se desplaza de manera directa, sino como las bolas del billar". Las ideas deben "rebotar" en otro sitio para ganar fuerza.
En la lógica de las redes sociales, la epidemia informativa no depende de lo que se tuitea, sino de lo que se retuitea. Importa poco el número de "seguidores" que tenga una persona; lo decisivo son los divulgadores que lo convierten en trending topic . La autoridad de la voz ya no se basa en quienes escuchan, sino en quienes reaccionan.
En los años ochenta del siglo pasado, las calles del mundo se llenaron de provocadoras imágenes del fotógrafo Oliverio Toscani. Un enfermo de sida, un bebé recién salido del vientre materno y una monja que daba un beso eran los improbables "modelos" de la empresa. ¿Contribuía eso a vender ropa? No de manera obvia. El sentido de la campaña era crear polémica. La gente no mencionaba los colores de Benetton, pero hablaba de la compañía.
Es difícil saber si aquel caso de comunicación indirecta está en la mente de Grillo. Lo cierto es que utiliza la opinión como un juego de pinball, una ruta en zigzag que va de YouTube a Twitter y a Facebook.
Estas renovadoras variantes de la discusión política ya enfrentan algunos límites. El chat genera asambleas en red que sugieren una Atenas virtual, pero sólo opera en grupos limitados. Por otra parte, la conectividad no es absoluta y muchos quedan fuera del debate (por eso Eco habla de la "aristocracia de los blogueros", líderes de una opinión minoritaria). ¿En qué medida la presión digital incidirá en la política de siempre?
Ciertos prestigios dependen del ocultamiento. Tanto el Mago de Oz como la "voz del pueblo" se debilitan al encarnar en un rostro definido. Lo mismo pasa con la comunicación virtual. Los mitos y los fantasmas decepcionan al cobrar identidad. Sobran ejemplos al respecto. Cuando Kenzaburo Oé escuchó por radio el discurso de rendición de Hirohito, se sorprendió de que el emperador tuviera voz humana. Nixon estaba bien preparado para el debate con Kennedy, pero las cámaras le descubrieron dos defectos desagradablemente reales: estaba mal afeitado y sudaba mucho.
Lo atractivo de los mensajes en red es su carácter difuso, muy distinto a la ilusión-certeza que generan las encuestas. Recordemos que las estadísticas pueden ser la matemática del engaño. Eco lo resume de este modo: si en una isla hay dos personas y una de ellas come dos pollos y la otra ninguno; estadísticamente, en la isla cada persona come un pollo.
A diferencia de los sondeos, las redes sociales atraen por su circulación instantánea e ilimitada, pero también por algo menos comentado y acaso más significativo: su indefinición. Son la nueva variante el rumor, insuperable corriente de opinión. La incertidumbre respecto de sus fuentes realza su poderío espectral.
Los efectos virales de la red dependen de su indiscriminada dispersión. Lo decisivo no es una noticia, sino las réplicas que provoca. El nuevo comunicador es alguien que dice algo para que otro lo retome y le otorgue autoridad.
Un error común de los presentadores de televisión es que no se conciben como intermediarios entre expertos y ciudadanos, sino que buscan hablar "cara a cara" con el espectador. Por lo general, sus mensajes fracasan por ser demasiado directos; carecen de hondura o misterio para que alguien los comente en Twitter.
En La Masía, escuela de fútbol del Barcelona, se enseña a jugar al "tercer pase". Para tejer un avance, no solo hay que pensar en quién recibirá el envío, sino en las posibilidades que tiene de mandarlo a otro jugador. Una perfecta alegoría de las nuevas formas de comunicación.
Beppe Grillo se presentó como la inesperada voz del inconsciente italiano. En el inédito escenario de las redes y la comunicación indirecta, ha logrado que sean otros los que lleven su mensaje.
En la novela epistolar del siglo XXI, el protagonista no es el que escribe la carta ni el que la recibe, sino el cartero.