Hace unos años, solía sorprenderme defendiendo el valor de los poemas de Pedro Prado ante un grupo de amigos sarcásticos, quienes me acusaban de promover latas y antiguallas. Quizás tenían razón, pero se manifestaban demasiado enfáticos en su desdén.
Como sea, cuando yo era niño, Pedro Prado aún era una referencia literaria importante para una generación, la de mis abuelos, y su nombre aparecía en las conversaciones con cierta frecuencia. No sé si lo distinguían demasiado de Amado Nervo, de Bécquer, de Juan de Dios Peza o de Rubén Pales Matos, pero se hablaba de él como de un poeta respetable. Se suponía por entonces, y en ese círculo,
que había ciertos temas adecuados para la poesía -digamos, la efusión sentimental y la glorificación de la naturaleza- y solo un par de maneras de ponerla en funcionamiento.
Hoy me doy cuenta, no sin aflicción, de que a Prado ya nadie lo menciona, al
menos en mi entorno inmediato. Sus libros han ido palideciendo y empolvándose en
una zona poco concurrida de los estantes de mi casa, rindiendo de tal modo una
imagen melancólica -sobre todo, en las tardes de otoño- que habría sido del
interés del propio Prado.
A Juan Luis Martínez le gustaba enunciar, como si fuera un verso, el título
de uno de sus libros: A esta bella ciudad envenenada (de hecho, se trata de un
endecasílabo). Yo, a veces pienso en sus imágenes, en dunas grises holladas por
el viento, en un árbol acogotado por una argolla de alambre, en campos de cardos
y arbustos, en aéreos y pasajeros vilanos, en un salón vacío, en una "ventana
encendida". Sus poemas han quedado vivos en mi "memoria emotiva" y temo
releerlos por no matar esa especie de magia a través de una lectura cansada y
crítica.
Es posible que los poemas de Prado fallen en la métrica o el ritmo, aquellos
elementos que -explotados hasta la tusa por los epónimos del modernismo- él se
propuso de alguna forma conjurar. Alejándose de lo que llamó el
"verbomotorismo", quiso registrar la intuición poética desnuda de ropajes
cortesanos y aspavientos, pero en ese empeño dejó pasar algo de retórica de
época, algo de discursividad, algo de impostado entusiasmo. Le tocó operar de
bisagra en un momento de severos relevos en el campo del lenguaje y sus cargas
simbólicas.
Uno no aprecia a los escritores por su vigencia o su lugar en la historia de
la literatura, sino, muchas veces, por la adherencia afectiva que provocan sus
palabras. Para mí, las imágenes de Prado están vinculadas a la esfera
inexpresable de los paisajes de la infancia, secano costero, campos de rulo con
cercas de tablas plomas, viento vespertino y ajetreo de queltehues.