Nada. Lo veo desde la mesa del bar, cristal de por medio: mi hijo nada y yo -que traje la computadora al club- lo miro nadar a la vez que trabajo. Nada Joaquín y es hermoso verlo; su nado es una danza y las brazadas son limpias: una costura certera.
Me pregunto, ahora que lo observo, por qué no le gusta nadar. O, al menos, por qué no quiere venir a su clase de natación de los lunes. Me lo ha dicho varias veces y no sé si lo hace para fastidiarme o porque realmente se aburre -viene a la pileta desde hace cuatro años-, pero lo cierto es que el nado es uno de esos temas que se abordan todas las semanas. Yo le digo "vas a natación" y él dice "estoy cansado" y yo le digo "no estás cansado: sólo querés ver más tele" y él dice "no voy a mirar tele" y en algún momento dejo de argumentar:
-Vas -digo. Y viene.
Ahora nada. Con sus compañeros se lo ve contento. Eso es lo que advierto, y luego llevo la vista a la computadora. Empiezo a leer sobre la pantalla. Me asombro de lo que leo.
Tengo en mi máquina la historia de Judit Polgar, húngara, la mejor ajedrecista de todos los tiempos. Debo editar un texto sobre su vida y así me entero -ahora- de que Judit ganó su primer campeonato entre varones adultos a los nueve años -es decir que era un prodigio- y de que formó parte de un experimento. La prensa lo llamaba así: "El experimento Polgar", y consistía en un proyecto pedagógico creado por el padre de la niña: Laszlo Polgar, un hombre convencido de que había una fórmula para criar hijos genios. ¿Cuál era la receta? Polgar armó una escuela en su propia casa y -evaluando que el sistema escolar no era bueno- educó a sus tres hijas bajo lo que él llamó "su método": algo de deporte, un momento para contar chistes y mucho ajedrez.
El experimento funcionó. En plena infancia, las niñas -Susan, Sonia y Judit- formaron parte del equipo olímpico de Hungría y vencieron por turnos a Bobby Fischer: un campeón de la historia del ajedrez, conocido por su antisemitismo y por considerar que el ajedrez no era un deporte para mujeres.
Pues bien: las chiquitas Polgar le ganaron a Fischer, pero esto es lateral en una historia apasionante de la que quiero decir -en realidad- lo siguiente: me perturba la idea del experimento. Me inquieta la posibilidad de hacer hijos bajo el canon del propio deseo; una opción que hoy es posible gracias a la genética y a los laboratorios, pero que a su modo anida oscuramente en la cabeza de todos los que somos padres.
Dejo el texto y miro a Joaquín. Nada como si fuera fácil; parece un suspiro recorriendo el agua. Me pregunto -mientras lo miro- si está bien que él esté ahí. Tengo todas las excusas conmigo ("acomoda la columna", "es un deporte completo", "una vez que empieza se divierte") y sin embargo queda espacio para la pregunta incierta: ¿Y si lo que quiero es que -dado que tiene condiciones a favor- sea un nadador profesional? ¿Hasta dónde se puede llegar "por el bien de nuestros hijos"?
Tuve dudas idénticas un tiempo atrás mientras leía Open, la biografía de André Agassi: otra persona que, al igual que Judit Polgar, fue exitosa a costa de sus padres. Cuando el libro salió a la venta los medios se hicieron eco de la parte más escandalosa: Agassi confesó que jugaba con peluca y que había consumido metanfetaminas durante algunos torneos de Grand Slam. Pero después estuvo el otro dato, el que pasó sin tanto ruido: el de su infancia. El padre de Agassi entrenaba a su hijo con un lanza pelotas automático configurado para arrojar una pelota por segundo (el doble de velocidad que lo habitual), por lo que cada entrenamiento era un ataque de bolas figurado y literal, puesto para colmar un único objetivo: André Agassi tenía que ser el mejor.
Finalmente lo fue. Ganó una infinidad de campeonatos, conoció mujeres hermosas y es multimillonario. Aun cuando -y esto también lo dijo en su libro- siempre detestó el tenis. ¿Habría sido Agassi más feliz con otro oficio, con menos viajes y con menos dinero? La respuesta políticamente correcta es "sí", pero lo cierto es que es imposible saberlo.
"Cómo saber" me pregunto entonces mientras observo a Joaquín: ahora compite. Hacia el final de la clase lo pusieron con niños mayores y en algunos casos Joaquín gana la carrera. Estoy inquieta cuando nada: no es lo mismo que gane o que pierda y la tensión -quiero que gane- me provoca rechazo. Controlar las ansias de que la prole triunfe es todo un aprendizaje cuando se es padre. En eso pienso cuando, del lado de la pileta, una señora robusta pasa con un trapo y limpia las gotas de vapor del ventanal. Al apoyar su cuerpo contra el vidrio el cristal cumple las funciones de un espejo y de pronto veo reflejado mi rostro, mi semblante turbado y ansioso: mi vergüenza.