Un nuevo relato de Antonio Gil causa siempre expectación unida a la urgencia de leerlo a la brevedad posible. Gil es uno de nuestros narradores que con más cuidado y prolijidad se dedican a su oficio. La arquitectura textual de sus novelas es impecable y va acompañada por un estilo personalísimo y un dominio sobresaliente del vocabulario, siempre renacido para dar cuenta con propiedad de los temas en torno a los que giran cada uno de sus relatos. Hasta donde yo sé, la producción de Antonio Gil no ha sido acogida en los circuitos de marketing de las grandes editoriales y creo sospechar la razón. Sus textos son complejos; exigen una lectura laboriosa donde la paciencia del lector es a ratos puesta a prueba de una manera que yo llamaría casi inmisericorde. Sus novelas nunca se convertirán en éxito masivo de ventas, pero los argumentos que contienen, y los narradores que los transmiten, nacidos de asuntos donde se maridan a la perfección las raíces históricas y la fantasía sorprendente, sitúan a Antonio Gil entre los mejores de nuestros novelistas actuales. Aunque debería agregar que, como buen fabulador de imaginación caprichosa, puede ofrecernos a veces propuestas que nos suenan un tanto exageradas, como anoté tiempo atrás comentando su novela
Carne y jacintos .
Retrato del diablo no desmiente nada de lo anterior. Novela de excepción cuyo mundo imaginario aumenta progresivamente en complejidad y carácter laberíntico como para poner a prueba la capacidad de atención y el esfuerzo del lector. Pero la periódica participación de sus narradores son ayudas que el texto ofrece para que no desmaye. Uno de ellos, por ejemplo, advierte como leerlo: "Me permito hacer aquí un inciso para recomendar leer estas texturas como quien mira desplegarse ante los ojos un gobelino raído que trajera en su urdiembre imágenes que ya no podemos comprender, si acaso alguna vez se pudo". Su misma voz -o quizás no, porque la novela está formada por varios discursos superpuestos- interrumpe la disertación de Mateo Ketzner, consciente de que su contenido pudiera colmar el aguante del lector y empujarlo, enfadado, a detener la lectura del texto. Este narrador nos previene: "¿Está Mateo Ketzner hablándonos de Chile? ¿No se intuye acaso una sumergida revelación a la que debiéramos prestar más oídos?".
Definiría el mundo imaginario que Antonio Gil presenta en
Retrato del diablo como la historia fantasmagórica del encuentro con un territorio y de los orígenes de una nación -Chile, por supuesto- que, a diferencia de la interpretación clásica, no son el resultado del racionalismo que impulsó a las grandes empresas descubridoras del siglo XVI, sino de la alucinación y la locura propias de un mundo que, también en antagonismo con la historia canónica, ha sido creado y es gobernado desde entonces por el archienemigo de Dios. Mundo al revés, característico de representaciones medievales como las de Hierónimo Bosco, que se despliega a partir de los diálogos que tienen lugar entre Gil y Rui Faleiro, el cosmógrafo que diseñó junto a Magallanes el primer viaje alrededor del mundo, pero que abandonó la expedición antes del zarpe, según afirman algunos, fingiéndose demente. La historia oficial no tiene datos seguros sobre el destino de Faleiro. El texto de Antonio Gil lo imagina internado en la Casa de Locos de Lisboa, de donde escapa junto al orate Gil después de haber sido sometido a una trepanación para calmar sus delirios acerca del descubrimiento de un desconocido territorio llamado Chile. A esta secuencia se engarzan las peripecias también fantásticas de dos miembros de la expedición de Magallanes que fueron desembarcados en la Patagonia después del motín de 1520, y la del viaje espacial de Yuri Gagarin y su paradójico fallecimiento en un accidente aéreo. Ejemplos todos de que la locura y el absurdo son los pilares de la historia en un mundo gobernado por Satán.