Sobre diplomáticos escritores reflexionan varios ensayos publicados recientemente por "Diplomacia", revista de la Academia Diplomática Chilena Andrés Bello. Los textos no solo resultan valiosos por los datos biográficos, visiones y anécdotas que revelan, sino también por cuanto abren el apetito por una temática que podría ser continuada y profundizada por estudiosos de la diplomacia y la literatura. La publicación, dirigida por el embajador Pablo Cabrera, ofrece un abanico de temas: ¿Cuál ha sido el aporte de los literatos en este ámbito? ¿Aportan una sensibilidad y perspectiva diferentes? ¿Van dejando ensayos que contribuyan a la formación de diplomáticos jóvenes?
Como país disfrutamos de una interesante tradición de escritores en el servicio exterior, algo que celebran a menudo mis interlocutores en México. La inicia Alberto Blest Gana. Este cosmopolita del XIX tiene lugar destacado en nuestra historia por su crucial aporte como novelista y su astucia como diplomático. Blest Gana fundó nuestra novela, conocía bien Europa y consiguió allá recursos decisivos en la guerra de 1879. Desgraciadamente, debido "al pago de Chile" que recibió, nunca regresó al país y murió en París, donde está enterrado.
En esta tradición brillan Gabriela Mistral y Pablo Neruda, desde luego. Ambos fueron cónsules en México, país que los formó como poetas. Neruda terminó como embajador en Francia bajo el gobierno de su amigo Salvador Allende. El diplomático Abraham Quezada, en una semblanza sobre el Nobel, cita una enfática frase sobre él del escritor porteño Carlos León: "Ha hecho por Chile muchísimo más que todas las embajadas juntas". León recuerda que un escritor (o artista, científico, deportista o empresario, agregaría yo) de proyección internacional es también un embajador de su país. En otro ensayo, el poeta Jaime Quezada habla del poeta Humberto Díaz Casanueva, diplomático que se graduó en la Universidad de Jena y buscó sus raíces en culturas precolombinas. Este filósofo y viajero terminó como embajador ante Naciones Unidas, el 12 de setiembre de 1973.
Interesantes anécdotas narra el periodista Pedro Pablo Guerrero en torno a Juan Guzmán Cruchaga, un poeta que también fue cónsul en México, en Tampico. Logró volver a Chile gracias a la gestión de un embajador y el buen corazón de un capitán mercante que lo aceptó a bordo, pues carecía de fondos para el pasaje. Supongo que entonces los recursos de la Cancillería eran menos que los actuales. Interesante en la revista es la conversación de Pablo Cabrera con Jorge Edwards, actual embajador de Chile en Francia, quien reflexiona sobre su experiencia exterior y opina que los jóvenes debieran desistir de ser diplomáticos y escritores a la vez, y optar por una sola actividad. ¿La razón? El mundo globalizado presenta demasiados desafíos como para responder bien en ambas.
Otro aspecto atractivo de la revista: las reflexiones del dramaturgo Marco Antonio de la Parra y del poeta Raúl Zurita sobre sus años como agregados culturales en Madrid y Roma, respectivamente. Ambos subrayan el honor y la responsabilidad que implica representar al país afuera. Celebro su franqueza al reconocer que, junto con cumplir sus labores, disfrutaron España e Italia. Los diplomáticos chilenos tienden -tendemos, sería correcto- a subrayar los rigores del trabajo pero a silenciar el disfrute de la cultura anfitriona, temerosos de que se piense que no trabajamos a full . Pero, ¿cuán buen diplomático es aquel que no se empapa ni goza de la cultura, gentes o paisajes del país anfitrión? La revista -son más sus ensayos- invita a recorrer un ámbito poco conocido de nuestro servicio exterior. Constituiría un especial aporte explorar la práctica y la reflexión de los descendientes de Alberto Blest Gana, intelectual longevo que supo servir en forma destacada y sacrificada a la diplomacia y a la literatura.