Todos los 14 de febrero se festeja el Día de San Valentín, y todos los días de San Valentín mi vida es un desastre. No estoy sola en eso. Las parejas que tenemos hijos y vivimos en el Cono Sur solemos llegar a esta altura del año con un problema notable. A mediados de mes cierra buena parte de las colonias de verano para niños y empiezan los preparativos para el inicio de clases, lo que significa que -en el Día de los Enamorados- casi todos los matrimonios quedamos de cara a un punto ciego -sin campo, sin escuela, con chicos- del que sólo se sale de tres formas: con la ayuda de una nana, con vacaciones o peleando.
Las vacaciones ya me las gasté y la nana se está tomando sus días de descanso. Así que ahora, mientras abro el periódico de la mañana y veo las publicidades de San Valentín ("¿Pensaste en regalarle un...?" "Disfruten el 14 de febrero con..."), respiro hondo y me digo a mí misma que este año no voy a enojarme y no voy a pelear. A San Valentín, por una vez, sobreviviré escribiendo.
Así que lo que sigue es lo que pienso del amor, o mejor dicho: lo que sigue es un relato de lo que el amor ha fabricado en mí.
Estoy casada con Juan. Nos conocimos el nueve de febrero de 2002, tuvimos un hijo en agosto de 2005, nos separamos a comienzos de 2007 y el veinte de febrero de 2008 nos juntamos otra vez. Desde entonces no nos ponemos de acuerdo en la fecha de aniversario -para mí es el nueve, para Juan el veinte- así es que no lo festejamos nunca. Tampoco nos molesta. Esta es sólo una parte del resto de nuestras cosas. Juan y yo -tomando las imágenes que veo en el periódico- no caminamos por la playa de la mano y al atardecer, no nos damos bombones en la boca y no miramos la luna desde una terraza frente al río. Quizás porque en algún momento ya lo hicimos, cuando empezamos a noviar, y porque ahora -como tanta otra gente- estamos parados en ese escalón que no está hecho de sueños de Narnia sino de cosas concretas: sé qué libros quiere mi marido y qué películas no, sé cómo fastidiarlo y qué decir para curarle un enojo, y sé también que no lo extraño a lo largo del día pero que a la noche, cuando vuelve, respiro tranquila por que siento que mi mundo está completo.
Ahora, por ejemplo, estoy casi sola en casa y soy feliz. Juan acaba de irse a trabajar; Joaquín -nuestro hijo- duerme y en el aire flota esa latencia de las criaturas en sueño. "Amor" rumio, y voy a la biblioteca. Saco varios libros y me quedo con uno. Leo: "No era ni una amante ni una esposa. Era un niño al que había sacado de un cesto untado de pez y había colocado en la orilla de su cama". Es La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera: la historia de un tal Tomás, quien luego de una vida de amoríos leves termina de cara a una mujer -Teresa- que lo desconcierta porque le despierta amor. "El amor -escribe Kundera- no se manifiesta en el deseo de acostarse con alguien (este deseo se produce en relación con una cantidad innumerable de mujeres), sino en el deseo de dormir junto a alguien (este deseo se produce en relación con una única mujer)".
Pienso en esto, y pienso en la película que se hizo a base del libro. Qué guapo estaba Daniel Day Lewis, me digo, y pongo el agua para el desayuno. Luego voy a internet. Escribo en Google la palabra "amor". Aparece Wikipedia, aparecen unas fotos cursis y aparecen los estudios de universidades americanas.
"El amor está en el cerebro" dicen científicos de la Universidad de Siracusa (Nueva York). "El amor se origina en la misma zona del cerebro donde anida la adicción a las drogas" señalan investigadores de la Universidad de Concordia, en Canadá. "El amor eterno existe" indican investigadores de la Universidad de Harvard. "A más amor apasionado, menos amigos" asegura un estudio de la Universidad de Oxford. "El amor puede cegar" dice una investigación de la University College of London.
Me pregunto si esta gente cobra.
Después me detengo en la palabra "cegar" y llega este recuerdo. Años atrás, Juan decidió operarse los ojos. Quería dejar de usar lentes y lo acompañé a la intervención en una mañana fría. Iba a ser un trámite médico: un episodio de quince minutos del que saldríamos pronto (he dicho "saldríamos", pero hablo de él) y tomando algunos recaudos de poca monta. Pero una vez que Juan entró a la operación noté que el tiempo pasaba y que Juan no cruzaba la puerta de regreso.
Hasta que una hora después, apareció. Tenía los ojos húmedos e hinchados, como si hubiera llorado, y me dijo en voz baja: "Salió mal". ¿Cómo? Creí que algo se vaciaba en mí. Meses después Juan volvería a intentar -es terco- y la operación saldría bien. Pero esa mañana volví a casa en taxi, en silencio, tomada de su mano y con una temblorosa certeza: supe que hubiera dado algo profundo por curarlo. Y sé, ahora, que en ese momento Juan no era un amante ni un esposo: era un niño al que había sacado de un cesto untado de pez, y había colocado en la orilla de mi cama.
Desde ese lugar -y desde hace años- creo que construimos los días.