Después de la demolición de la espléndida Pennsylvania Station en pleno Manhattan (1963), y de la demolición del enorme mercado Les Halles en el centro histórico de París (1971), surgieron con energía en las costas de Estados AUnidos y en ciudades de Europa occidental organizaciones civiles en defensa del patrimonio construido, la calidad del espacio público y la idAentidad histórica de los barrios. La frenética y eufemística "renovación urbana" de la posguerra, que había arrasado con barrios completos bajo el pretexto de un mal entendido progreso económico, había terminado de exasperar a pequeñas pero sólidas comunidades urbanas que resultaban siempre perjudicadas por gigantescos proyectos impuestos de manera vertical, sin consulta ni consideración por las demandas locales. En 1971 ocurrió lo impensable: la construcción de una importante carretera interestatal, que atravesaría por al medio de un antiguo barrio de Boston, fue cancelada gracias a la oposición inclaudicable de organizaciones ciudadanas. Después de ese histórico incidente la planificación urbana jamás volvió a ser igual en Estados Unidos. Poco a poco, ciudad tras ciudad, los proyectos de arquitectura con repercusiones urbanas (como un mall o un rascacielos), los proyectos de paisaje y espacio público, y los de infraestructura vial debieron ser todos discutidos y convenidos conjuntamente entre inversionistas, diseñadores, autoridades y representantes de la ciudadanía. Hacia 1976, año del bicentenario de EE.UU., dos significativos avances cívicos habían sido establecidos legalmente: el uso obligatorio de convertidores catalíticos en automóviles, y los procesos de participación ciudadana obligatoria en cuestiones de diseño y planificación urbana.
Cuarenta años más tarde, Chile hoy comienza a experimentar las mismas ilusiones de bienestar y orgullo ciudadano que tuvieron los primeros activistas de las economías "desarrolladas". En un artículo reciente, el presidente de la Cámara Chilena de la Construcción se quejaba de las consecuencias del activismo ciudadano local en la postergación del proyecto Américo Vespucio Oriente, opinando en cambio que no sólo debería expropiarse todo lo necesario, sino que además debería permitirse construir en altura a lo largo de la expropiación. Al leer estas opiniones, resulta evidente que urge la evolución del empresariado del rubro inmobiliario y de la construcción para comprender esta lección histórica con que nos aventajan dos generaciones de ciudadanos norteamericanos y europeos. Que comprendan que se trata de un movimiento completamente irreversible, y que crecerá rápido en intensidad y magnitud a medida que se perfeccionan nuestra democracia, nuestras comunicaciones y nuestra educación. Que dejen de considerarse a sí mismos como los héroes indiscutibles de la economía nacional por el simple hecho de invertir en el importante rubro de la construcción. Esa inversión, por sí misma, a menudo irresponsable y sin el concurso de la ciudadanía, puede convertirse en la mayor expresión de pobreza y descontento imaginable. En cambio, hay magníficas oportunidades de negocio y gloria personal cuando todos terminan respetándose mutuamente, incluso contentos.