"No hablen de cosas, hablen de palabras", se quejaba mi hija Beatrice cuando tenía todavía tres años. Esta frase, que habría hecho las delicias de Michel Foucault, tenía para ella un significado muy concreto. "Cosas" eran para mi hija los problemas cotidianos, los pelambres, los comentarios sobre hechos reales a lo que consagrábamos los adultos la mayor parte de nuestra conversación. Para ella, cosas era justamente la realidad, lo que no pertenecía al orden de la ficción de las princesas de Disney, los ponys multicolores a los que a veces les salen alas, las relaciones entre Mickey y su club, todo eso que llamaba, para abreviar, "palabras".
Para mi hija, lo natural, lo sano era usar las palabras para hablar de palabras. Había algo malsano, algo extraño en hablar del tío, del vecino, con las mismas palabras, con la misma pasión con que se habla de la princesa Aurora, de la Cenicienta o de Apple Jack y Pinky Pie. Para mi hija, ese era el tema serio, el tema urgente, las relaciones entre los personajes, la delimitación de sus poderes, pero también la amistad, el amor, o la idea peregrina de que todos los sueños se hacen realidad, todo eso que como el polen de una flor se desprendía de los personajes y sus historias.
Para mi hija, ese mundo no era irreal, no estaba fuera del tiempo ni del espacio, sino que pertenecía a un tiempo y espacio distintos que le parecían mucho más urgente explorar que el mundo de las cosas. Constituía un conjunto de signos, de símbolos y arquetipos. Era un lenguaje. Quizás por eso lo llamaba ella palabras, como si cada princesa fuese un ideograma de ese conjunto de signos.
Como los gramáticos de la Real Academia, mi hija discutía acaloradamente la sintaxis de esos signos, su significado, su alteración. Ordenaba y volvía a desordenar las partes del relato, para rearmarlo luego de conocidas todas sus costuras. No sabía leer, aunque de alguna forma instintiva es lo primero que aprendió a hacer: a leer una ficción, a distinguirla de las "cosas", a hablar de las cosas, es decir del mundo, a través de las palabras. Es quizás lo que explica la velocidad con que aprendemos a leer, el hecho de que lo sabemos de entrada, que a eso nos dedicamos en la primera infancia, que a eso se dedican más que nadie justamente los analfabetos, a descifrar signos.
El colegio le enseñará lo que sabía de entrada, que las palabras son palabras y las cosas son cosas. Pero invertirán el orden de los factores. Le enseñarán que las cosas estuvieron primero que las palabras. Nada sacará ella con recordar que para ella primero estuvieron las leyendas, los cuentos a través de los que tocó justamente las cosas, reales monstruos, sillas de verdad, y casas y mares y ballenas. Un orden que es nuestro más íntimo placer no solo recorrer, sino descorrer, destrozar, decorticar, estudiar, para saber cómo se mueve esa moneda que es la única que compartimos: los cuentos. En perpetuo peligro de inflación o deflación, ese fundamento de toda economía, los cuentos, los chistes, las leyendas con que compramos y vendemos todo.
Más práctica de lo que parece, mi hija prefería saber que el bosque era el refugio del lobo a saber cuántos árboles se necesitan para llamar bosque al bosque. A través del miedo, del placer, a través de la noche donde todo eso se convertía en sueño y alucinación, recorría un mundo amplio de cosas que conocía antes de conocerla. El bosque, el palacio, los besos, los pegasos, las traiciones, todo eso a lo que se preparaba con el solo gesto de escuchar, y preguntar, no solo qué sigue después, sino qué viene antes, y por qué eso viene después de eso y no lo otro.
Mi hija no nos pedía entonces, cuando exigía palabras y no cosas, que la distrajéramos, que las divirtiéramos, sino que la informáramos de lo único que era para ella urgente saber, por qué algunos ponys son malos, y por qué algunos son buenos; por qué algunos vuelan y otros no. Mi hija, que me preguntaba por qué en ese mundo, en el que todo era posible, algunas cosas son imposibles. Mi hija, que quería saber antes de los golpes de las cosas, qué era posible y qué no, qué era verdad y qué era mentira.
Mi hija que sabía entonces eso que nosotros nos esforzamos en olvidar, que saber contar los cuentos, que saber usar las palabras, determinaba nuestra relación con las cosas. Las cosas que eran también cuentos, palabras, cuentos que comienzan en cualquier parte en que los personajes secundarios se vuelven principales, y viceversa, en el más completo desorden. Las cosas que eran para mi hija eso, palabras que no habían encontrado aún un orden para contarlas. Era eso lo que reclamaba mi hija, el mismo reclamo de Wittgenstein: hablemos de lo que podemos, de lo que sabemos, de lo que estamos seguros que se puede hablar, las palabras. Dejémosles las cosas a los niños que no saben nada.