Se supone que las estrellas de cine lo son en la medida que poseen una idea certera de sí mismos y de cómo quieren ser vistos. Hay momentos en que esa identificación con los papeles que interpretan es casi total (alguna vez fue difícil separar a Han Solo e Indiana Jones de Harrison Ford) pero hay otros, como el caso de Clint Eastwood en "Las curvas de la vida", donde el propio pasado actoral emerge como amenazante caricatura. Con sólo mirar, el espectador puede darse cuenta hasta qué punto la estrella se siente distorsionada, fuera de lugar y con deseos de que los créditos empiecen a correr. Y rápido.
Los más grandes, sin embargo, suelen mantener su círculo virtuoso de identificación con la audiencia durante muchos años, y ése es el camino que Denzel Washington decidió que quería para sí, tal como atestigua la recién estrenada "El vuelo": hace mucho que en su currículum no hay filmes experimentales, producciones independientes, comedias o películas de festival; salvo contadas excepciones, en su agenda sólo hay espacio para el drama de suspenso, el policial y las cintas de acción. Sólidos productos fabricados para el multicine, concebidos para vender entradas y sin mayores pretensiones de Oscar, premio que -por lo demás- ya ganó en 1989 con "Grito de libertad", y luego en 2001, con "Día de entrenamiento" (no deja de ser una ironía que la Academia se haya acordado de nominarlo en esta oportunidad). Como Washington parece haber renunciado a repetir algo como "Malcolm X" (1992), uno se ha acostumbrado a verlo disparando, persiguiendo y arrancando por los mismos argumentos y tramas que alguna vez transitaron Nicholas Cage y Bruce Willis -o por los que hoy circula Liam Neeson-, sólo que sin caer jamás en el ridículo o encasillarse en el camino.
De hecho, la premisa de "El vuelo" no es muy diferente a "Unstoppable", la última del macizo ciclo de películas que Washington filmó con el fallecido Tony Scott: aquí también se ve envuelto en una crisis/accidente que involucra máquinas fuera de control y también es el único con la experiencia suficiente para salvar el día, a la vez que se hace cargo de su pasado. Donde la cosa cambia, es que este piloto de avión convertido en héroe -tras realizar un aterrizaje imposible, pese a estar en evidente estado de ebriedad- se comporta consistentemente en contra de los clichés argumentales de esta clase de cintas. Después del desastre no experimenta revelación ni epifanía; al revés: si antes bebía con ansiedad, ahora lo hace con compulsión y en total indolencia frente a un formato de relato que suele llevar adosado un antihéroe, arrebatos de la lucha contra el sistema o, por último, una cuota de autoflagelamiento. Salvar la vida de un centenar de personas no es el punto central de su fábula personal, sino apenas una nota al pie.
Ayudado por el director Robert Zemeckis -quien usa el filme para retomar su apuesta terapéutica planteada hace una década con la extraordinaria "Náufrago"-, Denzel nos planta de frente a un energúmeno incapaz de advertir que está acorralado y, usando su innegable carisma como garantía, rescata algo que cineastas como Billy Wilder elevaron en su momento al nivel de las bellas artes: el derecho del público a identificarse con el cínico, con la trampa y la mentira; sobre todo porque no es el único interesado en cuidar el pellejo, ya que de él y su falso testimonio dependen el futuro de su sindicato, de la aerolínea y del millonario que la mantiene. Así queda claro en la mejor escena del filme, una reunión a "puertas cerradas" donde todos los interesados por salvarlo disectan las consecuencias económicas y contractuales de la tragedia con escalofriante y clínica precisión. De pronto, uno tiene la extraña sensación de estar dejando atrás -por unos minutos- este comedido relato de ficción y haber sido arrojado, a patadas, a contemplar algo que se parece mucho a la vida real.
"Flight". (Estados Unidos, 2012). Dirección de Robert Zemeckis. Con Denzel Washington y John Goodman. 132 min.