Los hípicos no somos personas comunes y corrientes. Ningún jugador lo es. Hay hípicos que arriesgan ínfimas cantidades, o nada, aunque esto último es infrecuente y a mí me cuesta entenderlo. Una llegada estrecha es siempre emocionante, hayas o no apostado a los caballos que la disputan, pero la emoción es mayor si antes de ese momento electrizante elegiste a uno de ellos. Y elegir en la hípica no es otra cosa que apostar. Cada vez que apuestas eliges, llevas a cabo un acto de esperanza, aunque sin importar demasiado si luego de un minuto o poco más que dura la carrera el resultado te favorece. ¿Cuándo una esperanza encuentra respuesta tan pronta y sin que en ello se vaya realmente la vida, contando además con la posibilidad de renovar la esperanza tantas veces como carreras te ofrezca un hipódromo en una misma reunión? Uno apuesta queriendo acertar, pero contando con que va a perder. Cuando los competidores cruzan la meta puedes saltar alborozado o dar un golpe de puño sobre la mesa porque a tu caballo lo sobrepasó otro justo al llegar. A veces, las más de las veces, no ocurre ni lo uno ni lo otro: el caballo que jugaste llega en medio del lote y no experimentas ni la alegría desbordante del ganador ni la frustración momentánea del perdedor que estuvo a punto de acertar la carrera. Momentánea, digo, porque los hípicos tenemos una virtud: asimilamos bien el fracaso. Podemos perder en una, dos, tres carreras, pero mantenemos viva la esperanza para la cuarta. Podemos perder durante toda una tarde, pero salimos del hipódromo con el programa de la siguiente reunión en el bolsillo y con la confianza de que las cosas van a mejorar. En ocasiones mejoran, otras no, y los altibajos se suceden sin que nunca cedamos a la tentación de renunciar al hipódromo, porque en éste hay carreras, desde luego, pero también amigos que nos esperan, amigos que por lo común son sólo de la hípica y a los que podemos conocer únicamente por sus apodos, pero que están siempre allí, quietos, ansiosos, exultantes, resignados, mas nunca tristes. No hay lugar para la tristeza en un hipódromo, porque si no tienes la ventura de un buen acierto, siempre hallarás la dicha de la conversación con quienes te encuentras allí. En los hipódromos sólo se habla de caballos, de tiempos, de cotejos, de pronósticos, de jinetes, de pistas en uno u otro estado, y si alguien intenta una conversación sobre asunto distinto sufrirá un implacable ostracismo. Sí, de fútbol se puede hablar en la hípica. Todos los hípicos son también futboleros, pero no todos los amantes del fútbol lo son de los caballos. La hípica, si me permiten, es más selectiva que el fútbol. Cualquiera va a un estadio, pero no cualquiera entra a un hipódromo. En los recintos hípicos todos estamos pendientes de algún resultado importante del fútbol y exigimos que uno de los monitores muestre el encuentro que se está jugando en ese momento, pero nunca he visto en un estadio que un hincha tenga sintonizada su radio en el desarrollo de las carreras. ¿22 necios corriendo detrás de una pelota? ¿Aguardar 30 minutos para una carrera que tomará apenas un minuto? Así se expresan los detractores del fútbol y de la hípica, aunque también podrían decir de la escultura que es un sujeto dando golpes a una piedra con un martillo.
Dentro de 48 horas se correrá un nuevo Derby. Allí estaré, como he hecho durante 6 décadas. Abrazaré a algunos amigos, beberé cerveza a mediodía y algo más fuerte por la tarde, disfrutaré cada carrera como si se tratara de la prueba principal, y abandonaré el hipódromo cerca de la medianoche, con la amarga impresión de que es el verano el que ha concluido. En Viña nunca amanece con sol el lunes siguiente al Derby, y los que estuvimos en él no salimos ese día de casa, arropados todavía por los recuerdos y contando los meses que faltan para que el gran clásico se repita.