Durante los comienzos de su labor como pintora, nada hacía prever lo que vendría más adelante. Solamente su iconografía de figuras angulosas indicaba, acaso, una inquietud interior que aún no conseguía el cauce adecuado. Pero, a partir de 1990, Klaudia Kemper llegó a franquear la frontera de la plenitud de su desarrollo. Precisamente, desde esa fecha y hasta hoy abarca lo que nos muestra en el ala sur del Museo Nacional de Bellas Artes. Sin embargo, no estamos frente a una retrospectiva. Más bien se trata de una recopilación, de una antología inteligente e imaginativa de 22 años de producción, manejados con pleno sentido actual. Como si fuera un trabajo único, ésta se vuelca como una instalación global a través de tres amplias salas y dos rotondas, actualizando pasado y presente. A diferencia de la retrospectiva de hace más o menos un año atrás de otro artista adicto a tecnología en el mismo Bellas Artes, la expositora aleja acá todo trasunto de estática y fría pieza museológica. Al contrario, logra transmitirnos una frescura, una viveza formal y expresiva muy considerables.
Sin duda, la presente obra y sus distintas etapas cronológicas transfiguran la propia biografía de la autora. Sutilmente, a la manera del recorrido por las entrañas de un ser vivo, el paso entre los distintos espacios se halla separado por paños espesos, especies de membranas viscerales que el espectador debe abrir. Por su parte, las experiencias, deseos y sentires de Kemper resultan sublimados mediante dos temáticas fundamentales. Estas aluden a ámbitos, en primera instancia, contradictorios entre sí: los viajes y el cuerpo humano. Para los primeros, videos sobre el muro o simbólicas velas desplegadas, iluminaciones cambiantes, segmentos de luz giratorios y el audio con una relatora subrayan la idea de desplazamiento constante. Especialmente hermoso emerge ese volumen tubular con apariencia de gran flor abierta, también soporte de la proyección y sus coloraciones intermitentes e imágenes difusas por dentro. Los pétalos larguísimos nos invitan a recorrer el interior, haciéndonos simulacro del insecto en busca de néctar. Por fuera, en cambio, las figuras se vuelven reconocibles y con la misma precisión que en el caso de las velas. Entretanto, el grupo de fotografías sin movimiento y con vistas de un emblemático edificio santiaguino quemado o bien del repertorio más personal equilibran con su inmovilidad tanto destello electrónico.
En cuanto a la segunda temática tratada, la exposición nos entrega ojos y bocas humanos como signo y síntesis corporales. Siempre en funciones vitales, unos y otros se cierran y abren, parpadean o aparentan hablarnos. Su materialización más genuina la hallamos instalada en un voluminoso manojo de globos blancos, capaces de proyectar parcialmente aquellas esencias faciales sobre la muralla. Una adecuada ambientación acústica entorna este trabajo, que conocimos en una galería de exhibiciones comercial. De un modo mayoritario, polípticos sin marcos y de superficies planas -papel o tela- sirven de soporte a las secciones gráfica y pictórica de la nutrida exposición, mostrados con la gracia de un ordenamiento muy suelto. Ocupan el primero y el postrer recinto que albergan el conjunto. En la sala de ingreso, además, uno de los videos fijos presentados recobra, en la forma de dibujos animados, los característicos personajes angulosos, de 1990, de la artista. Asimismo, filmaciones personificadas por síntesis del rostro, en formato pequeño y sin color, se incrustan en volúmenes simples y, al mismo tiempo, con algo de organismos extraños.
Volviendo de una manera global a las pinturas y los dibujos, predominan en los segundos pequeñas historias, cuya figuración posee rango neoexpresionista. No faltan allí ni el entremezclar con igual importancia línea, pasta cromática y textos manuscritos, ni huesos protagónicos, ni algún fugaz acercamiento a Matta. Aquellas, mientras tanto, se despliegan como manchado abstracto. Abundan las pigmentaciones más bien claras y mucho fondo blanco. Hasta uno de esos grupos mestizos se despliega encima de esféricos cuerpos colgantes. Por su lado, a saturados polípticos fotográficos en series se añade un registro de 16 miembros que documenta una acción de arte de la propia expositora, dentro de un desarrollo no particularmente novedoso. Por último, una interesante serie de diagramas, vertidos con caligrafía espontánea, define conceptos generales que recogen el modelo beuysiano.
"Inmersiones"
Como una sola obra multimedia, Klaudia Kemper nos entrega, unificadas con ojo de hoy, las vías abundantes de sus 22 años más recientes.
Lugar: Museo Nacional de Bellas Artes
Fecha: Hasta el 31 de marzo