Esta semana se cumplió un año desde que asumí la honrosa y alta misión de representar al país en México. No pretendo realizar aquí un balance, pero sí reflexionar sobre aspectos de los cuales podemos aprender de esa gran nación y aliada de Chile. Los chilenos sabemos que hay temas en los que somos líderes regionales, pero nos falta tomar conciencia de que hay muchos otros en los cuales podemos aprender valiosas lecciones de nuestros vecinos.
Entre los aspectos que atrajeron mi atención durante el 2012 en México figuran la notable influencia de la cultura nacional en la identidad mexicana y la preponderancia que se otorga a la restauración, conservación, promoción y difusión de su cultura. No existe otro país en la región en que esta goce de tal relevancia. Y no se trata solo de testimonios del pasado expuestos en museos y zonas arqueológicas, sino también de esa cultura palpitante y cotidiana, que la nación expresa, genera y disfruta en forma colectiva.
Es un país de civilizaciones milenarias y tradiciones coloniales, de expresiones independentistas en el XIX y revolucionarias en el XX, de una cultura diversa que nutre a la nación y el mundo, que se integra a la modernidad globalizada, bebe de ella y a su vez la moldea. México es memoria y también agente de la globalización, es pirámide maya y azteca, y también tecnología de punta, es palacio colonial y también mall , es tradición e innovación, como subrayan sus intelectuales.
Otro aspecto llamativo es su rol internacional. México tiene conciencia, experiencia y vocación para ello. En las Américas es protagonista por peso económico y cultural, es un gigante cuyos pasos retumban. Antes de veinte años será una de las diez mayores economías del planeta. Si México es un gigante que avanza haciendo cimbrar el continente, Chile es un corredor de distancia media, a veces agobiado por sus frustraciones, a ratos soberbio por sus cifras, de historia relativamente reciente.
México exhibe en gran medida su peso natural y voluntad de liderazgo a través del modo en que se relaciona con Estados Unidos. Parte de su élite se forma allá, y millones de sus trabajadores viven allá. Los mexicanos conocen al vecino. Saben cómo actuar e influir en él tanto por su cercanía, peso cultural y demográfico como por la certeza que les brinda su propio rol en la primera economía mundial.
Un país de 120 millones de habitantes, con Estados Unidos de vecino al norte, América Latina al sur, y dos océanos en sus costas, piensa y actúa de forma distinta a uno de 16 millones, ubicado en un extremo del continente. Una cultura milenaria ve de otro modo las vicisitudes que siempre depara la historia.
El tercer aspecto es la vida. Los mexicanos la disfrutan. Creen en la plática extensa, acompañada de excelente comida. Se dan tiempo y escuchan, y esperan ser escuchados por su interlocutor, y al hablar hacen gala de su elegante español de rico vocabulario y extensas frases.
Cuando el chileno está por terminar el almuerzo, el mexicano está en los prolegómenos del mismo. Mientras el chileno se apega a su agenda, el mexicano prefiere conocer primero a quien tiene delante, explorar lo afectivo y solo después entra a ella. "No se trata de llegar primero, sino de saber llegar", dice una canción mexicana.
En buenas y malas épocas el mexicano goza la vida, discrepa sin perder el humor, se siente protegido por su acervo cultural. Tiene conciencia de la muerte y la historia, y por ello sabe que la vida es mucho más que agendas. Su almuerzo de trabajo puede durar horas, pues en él tiende puentes y cimenta amistades. Al mexicano le parecemos demasiado severos con nosotros mismos, y urgidos por ser el mejor alumno del curso, lograr objetivos y averiguar cómo nos ven los demás. No hay maestro ni alumno perfecto, desde luego, pero creo haber aprendido valiosas lecciones en México. Estas son algunas de ellas.