Por la boca muere el pez, dicen. Así le ha ocurrido a Quentin Tarantino con "Django sin cadenas". Habló sobre ésta cuando todavía escribía el guión y también en pleno rodaje, mientras la producción se le escapaba de las manos; luego, en la previa de la carrera al Oscar, parloteó sin parar sobre las escenas que tuvo que cortar, sobre la violencia de sus imágenes (y de por qué no había que ligarlas a la reciente masacre de Newtown), sin olvidarse de situarla como el capítulo central de una trilogía histórica, iniciada con "Bastardos sin gloria" y que tal vez finalizará con un filme de gánsteres. Y ahora que la película ya se estrenó, Tarantino sigue diciendo cosas; tantas, que ya se pasó de la raya. Es como si nos hubiera contado la película completa antes de sentarnos a mirar la función.
Mala idea, la suya; porque si había algo que "Django unchained" no necesitaba era preparar a su audiencia para la tremenda dosis de crueldad y brutalidad que le esperaba en la historia del esclavo que en 1858, poco antes de la Guerra Civil estadounidense, se convierte en cazador de recompensas y marcha a la boca del lobo -Greenville, Mississippi- para recuperar a su esposa, vendida a la plantación de un depravado estanciero.
Como siempre ocurre con sus filmes, lo que parece sólo otro ejercicio de cine de género -en este caso, la fusión entre el western italiano y película de blaxplotation - de a poco va revelándose como algo más, sea a través de una apenas disfrazada nostalgia por los filmes del pasado (filmados en 35 mm, en Panavision y sin efectos especiales); su deseo de compararse con los maestros que ficcionaron el "salvaje oeste" (ya volveremos a ese punto), o por la inquietante sensación de que, en vez de estar mirando una cinta de pistoleros, su trabajo nos va sumergiendo poco a poco en algo más parecido a una novela de caballería donde Django y su compañero de aventuras, el doctor King Schulz (quien lo libera y lo introduce al mundo de los cazarrecompensas), van alternándose los papeles de Quijote y Sancho a medida que un episodio se encadena con el siguiente.
No se trata de otra alucinación "tarantinesca": si en algo acertó Quentin Tarantino en su campaña de defensa del filme, fue cuando dijo que debió publicar esto como novela primero y filmarlo después. En su forma actual -con dos horas y media de metraje, nada menos-, la película todavía se siente incompleta, los personajes faltos de desarrollo y la narrativa trunca: en mitad del relato, uno ha terminado por aceptar los cabos sueltos y se deja conducir a través de la inmensa tensión del tercer acto, y ver a continuación cómo esta se disuelve sin remedio (vaya cuánto se echa de menos el pulso y el genio de Sally Menke, la montajista de Tarantino, fallecida trágicamente en 2010). Si en "Inglorious basterds" el director había solucionado su tendencia a sobrescribir haciendo del relato un conjunto de capítulos independientes, cada uno con desarrollo, clímax y desenlace propios, acá el todo resulta menos que la suma de sus partes.
Aun así -con la pata coja y todo-, dudo de que en el corto plazo volvamos a contemplar la enervante mezcla de compañerismo, brutalidad, civilidad y sadismo del paisaje que escenifica el filme en sus mejores momentos. Los horrores de la esclavitud y la cultura por estos generada se encuentran al centro de este retrato de época y quizás por ello se entiende la tirria de Tarantino en las entrevistas a la hora de basurear a John Ford y su imagen de un oeste de blancos y para blancos. A su manera y por más que el cineasta quiera separarse de la idea, la búsqueda emprendida en "Django sin cadenas" es una hija más de las tantas surgidas a partir de la fordiana "The searchers" y su espantoso legado de fractura racial. Aunque haya salido magullado de la aventura, el hecho de haberla realizado -y haberla realizado "en contra", perdiéndole el respeto- ya valió la pena.