Por períodos recurrentes, me encuentro buscando en los estantes los libros sin interés literario. Es decir, aquellos que no me ponen ante los ojos algún arte de la escritura. Me atraen particularmente las memorias de épocas en las que no pasó nada escritas por alguien que no pasó a la historia. Evito en estas circunstancias el contacto con autores que he escuchado recomendar durante décadas. Me los recomendaron a los 16 años y me los siguen recomendando ahora. Me parece que uno ni puede leer a través del entusiasmo de los demás. En el escrutinio permanente de autores en el que uno está involucrado hay algo obsceno, algo de puertas adentro, algo limitado por el pudor.
Esta fobia se debe a que el aura de ciertos autores está saturada de prestigio y que enfrentarse a ella produce cansancio, incluso algo de angustia. Tanto se ha hablado de Baudelaire y de la modernidad, por ejemplo, y de esa especie de inefable superioridad, de ese misterio del genio recusado por el mundo burgués. Lo que sea: pasamos de los hermosos poemas de Baudelaire -que tienen lo que podría llamarse una profunda cadencia conceptual- a sus prosas insoportables, interesantes de por sí, interesantes en el origen. Hay en esos textos una petición de ser que se impone a la lectura, rasgo que heredaron en general las vanguardias del siglo XX.
Yo al menos llego hasta ahí. No me gusta que en medio de la lectura de un texto alguien me haga guiños de inteligencia ni guiños de ningún tipo. En cierto nivel de neurosis, cuesta tolerar -en el plano literario- la presencia del yo (siempre ajeno). La verdad que uno pretende encontrar en un texto escrito por otro es muy simple: consiste en lo que pasa cuando el yo desaparece en la escritura y deja lugar a otra cosa. Esa otra cosa: lo real, lo universal, lo impersonal, lo reconocible. Un mal libro sería aquel en el que el yo se queda todo el tiempo y no nos deja tranquilos jamás.
Es gracioso, en cualquier caso, el uso que adopta la palabra "interesante" cuando juzgamos objetos estéticos. Se trata de una cortina de humo de la buena educación, porque al utilizarla estamos precisamente señalando que el cuadro o el libro que comentamos no nos ha generado suficiente interés. La palabra "interesante" comporta un ejemplo extraño de significación inversa.
El rango de los libros que he denominado "sin interés literario" es muy amplio. Los estoy viendo: una edición con fotos y grabados sobre los viejos canales de regadío de Santiago, un compendio de reproducciones de Jerónimo Bosch, un tratado de psicología transgeneracional. Son remansos transparentes en los que es posible zambullirse en silencio y sacar siempre algo perdido de las anfractuosidades del fondo.