Para quienes conocemos bien Santiago, para quienes pasamos aquí una vida entera alternando entre el amor y el odio por el lugar del planeta que nos tocó compartir, enero es un mes glorioso. Todo el potencial de la ciudad está expresado en este puñado de días: el cielo transparente, ráfagas de aire puro en la tarde, noches deliciosas; el espléndido marco geográfico del valle nítidamente presente, los árboles en plena fronda. Pasadas ya las enervantes fiestas de fin de año, y de vacaciones tanto colegios como universidades, la ciudad sigue pujante, ocupada, pero la mayoría de los habitantes camina con pies más ligeros, en actitud veraniega, despreocupada, optimista. ¿Será que el oxígeno llega al cerebro? ¿Que hay menos frustración en el ambiente? ¿Menos automóviles en la calle? ¿Más horas de día disponibles después del trabajo?
Todo eso y mucho más. Santiago en enero es pródigo en festivales y festejos, muchos al aire libre, ocupando de manera generosa calles, veredas y parques. Hoy son citas obligadas del año las producciones extranjeras de teatro en el venerable "Santiago a Mil"; alabados sus pasacalles, las primicias del cine en diversos encuentros, los festivales de jazz y los de danza. Se suma ahora además la importante Bienal de Diseño, que congrega centenares de expositores y concita la atención de miles de estudiantes. Y más aún: después de años de absurdas trabas administrativas, cafés, restaurantes y fuentes de soda de todos los barrios sacan sus mesas a la calle, aprovechando el que es quizás nuestro mejor recurso: el clima perfecto.
Lo que enero nos recuerda es que una ciudad puede ser un lugar extraordinariamente agradable para vivir, si tan sólo supiéramos aprovechar sus ventajas naturales. La ciudadanía parece comprender esto mejor y antes que las autoridades. Lo demuestran las nuevas huestes de ciclistas urbanos que, pese a la inquina de los más retrógrados, se han tomado por asalto las calles, aprovechando sus inmejorables condiciones geográficas y climáticas. Nada los detendrá, ahora que conocen la diferencia entre la esclavitud y la libertad. Lo que enero nos recuerda es que la calle y el parque son mil veces más estimulantes que ningún mall, mil veces más honestos e interesantes, y que vivir el espacio público (no lo privado con pretensión de público, como es en realidad un mall) es el raro privilegio de las democracias. Lo que enero nos recuerda es que la ciudad la hace el espíritu de sus ciudadanos, de manera que el urbanismo es al final una disquisición espiritual, valórica. Lo que enero nos recuerda es que podemos parecernos mucho a ciudades magníficas que siempre admiramos a la distancia con una cuota de envidia y resignación. Mantengamos, pues, vivas estas visiones de bienestar, aunque debamos vociferárselas a nuestras autoridades durante toda una generación. No sería la primera ciudad rescatada por sus propios habitantes.