No hay fórmulas perfectas a la hora de escenificar la Historia. Si esto ya es evidente al momento de escribir, solo imaginen cómo puede resultar al filmar y luego al ver los resultados en pantalla: la función de la película todavía no termina y ya hay discordancias, descontentos y damnificados. Recuerden las reacciones que produjo en diversos sectores el estreno de "NO", hace unos meses. No importa que la cinta hoy sea una casi segura nominada al Oscar a Mejor Película Extranjera, eso no la eximirá en el corto plazo de quedar sujeta bajo la lupa escrutadora de quienes toman distancia de la versión que la obra ofrece del plebiscito de 1988.
Y lo mismo puede decirse de sucesos tan distantes como los que narra "Lincoln", de Steven Spielberg: la abolición de la esclavitud y el final de la Guerra de Secesión. Uno pensaría que ante sucesos históricos de tamaña importancia habría posturas concordantes, pero un siglo y medio más tarde todavía hay áreas lo bastante delicadas que deben abordarse con extremo cuidado. Va un botón de muestra: en la escena culminante del filme -la aprobación de la decimotercera enmienda de la Constitución por parte de la Cámara de Representantes del Congreso estadounidense, un 6 de enero de 1865, hace exactos 148 años-, Spielberg y el guionista Tony Kushner ficcionaron de manera deliberada los nombres de los parlamentarios que votaron en contra, por respeto a sus actuales descendientes. A primera vista, parece un resguardo trivial, pero en realidad no lo es; más todavía dentro de un filme habitado casi hasta la saciedad por detalles, precisiones y la atmósfera de aquellos días, muchos de estos obtenidos a partir de fuentes de época, pero sobre todo sacados del libro que los cineastas usaron como punto de partida: "Team of Rivals", publicado por la historiadora Doris Kearns Goodwin, en 2005.
En estricto rigor, lo que dramatizaron fue el penúltimo capítulo del libro, "A sacred effort", que narra los febriles días que Lincoln y su gabinete vivieron en torno a los debates acerca de la enmienda, el lobby informal y contrarreloj desplegado para conseguir los votos de aprobación, y las conversaciones secretas mantenidas con una delegación de la Confederación -encabezada por el Vicepresidente rebelde, Alexander Stephens-, de las cuales la Cámara no podía ni debía enterarse, ya que podría haber forzado un inmediato armisticio que habría dejado a la reforma en el limbo. Dentro del grueso volumen, el episodio ocupa un puñado de páginas intensamente redactadas, pero lo realmente interesante es la forma en que todo lo atrapado en los otros capítulos del texto parece vaciarse y fundirse en las imágenes de la cinta, secuencia tras secuencia, habitando cada rincón de los sets, y por sobre todo el abundante e incansable combate verbal de los personajes.
De hecho, lo esencial de la tesis de Goodwin sigue ahí, ya que "Teams of Rivals" no es exactamente una biografía formal de Abraham Lincoln sino un ensayo donde su autora aplica al personaje la técnica de las "vidas paralelas", al contrastarlo contra los principales ministros de su gabinete: William H. Seward, secretario de Estado; Edwin Bates, secretario de Justicia y Salmon P. Chase, secretario del Tesoro. Los tres habían sido sus contendores en las reñidas elecciones primarias de 1860, tenían mayor perfil político y miraban con desdén a ese "aparecido de Springfield". Los tres, sin embargo, fueron reclutados por un Lincoln al que llegarían a admirar como nadie, en medio de la crisis más profunda de sus trayectorias políticas.
Operando con una mecánica similar, la película sitúa a Lincoln inmerso en un ambiente donde "el gran hombre" solo es uno más en medio de un océano de operadores, cabezas de facción, venerables patriarcas y caciques de partido, cada cual un engranaje dentro de un sistema que a ratos parece autoboicotearse en vez de abocarse a los ideales de progreso de la nación. Mirando la forma en que el Presidente y los suyos, muñequean, presionan y "pasan la máquina" para conseguir lo que quieren, uno puede recordar el brillante y didáctico modo en que Frank Capra explicaba cómo funcionaba el Congreso en "Mr. Smith goes to Washington" (1939), pero quien no quiera un ejemplo cinéfilo, le bastará torcer la cabeza hacia los noticieros o abrir el diario por la sección de política, y observar las estrategias que los políticos aplican para conseguir que el sistema se mueva o, mejor dicho, se arrastre. Y si observamos con mayor detención, hay una lectura aun más tenebrosa y cruel: hasta cierto punto es inevitable ver en Lincoln, la película, un comentario muy ácido -pero no por ello condenatorio- del modus operandi del Partido Republicano durante la primera administración de Obama, y el sistemático bloqueo con que enfrentaron muchas medidas propuestas por el Presidente.
¿Se convirtió de pronto Spielberg en un cineasta político? No creo que esa sea la pregunta de fondo. El propio realizador tomó posición al respecto cuando postergó el estreno de la película para no coincidir ni influir de modo alguno con las recientes elecciones presidenciales de Estados Unidos; pero ahora, con Obama reconsiderando seriamente la actitud bipartisana que trató de aplicar durante su primer mandato, queda claro que en el actual escenario de la política americana, tanto las tribulaciones de Lincoln y los suyos como los esfuerzos de los cineastas resulten útiles y necesarios para el debate. Y no simplemente en lo que respecta al funcionamiento del sistema, sino de cara a lo que la película y el libro parecen perfilar mejor: el carácter del Presidente.
Consultado al respecto en una ronda de prensa, Daniel Day-Lewis -quien le presta su cuerpo, su voz y se diría que hasta un poco de su alma al retrato de Lincoln que refleja la película- fue enfático al expresar que lo que más le sirvió del libro de Goodwin fue la manera en que la historiadora fue perfilando la extraña combinación de estadista y hombre común, del personaje. Ante el desafío de tener que hacerse cargo de un rostro omnipresente -desde los billetes de cinco dólares hasta incontables monumentos-, Day Lewis camina por la cuerda floja, sin caerse, recogiendo el agudo modo de hablar que mencionan los cronistas; esa mirada de las fotografías, que parece estar dirigida hacia el infinito, sin dejar jamás de habitar el presente; su pasión por contar y explicar problemas a través de historias y anécdotas, y transmitir la impresión de llevar un peso tremendo -todo un mundo- en las espaldas, sin convertirse al mismo tiempo en un modelo, en una estatua inabordable.
Puede que la clave esté en el contraste que se produce entre las escenas iniciales -donde observamos al Lincoln mitificado, "aquel que pertenece a la historia"- y el que emerge en las primeras escenas íntimas, relajado frente al fuego, con sus largas piernas estiradas y los brazos sobre la cabeza, en un delicado e informal equilibrio, muy parecido al que lograba Henry Fonda en su hoy lejano retrato del joven Lincoln para la película de John Ford.
Lo miramos durante un segundo y nos damos cuenta: no es un personaje lo que está al frente. Es un ser humano. Nada menos.