Leyendo al vuelo un libro de poemas publicado recientemente, me vino un súbito desaliento al pasar por la palabra "muchachas". No porque la palabra sea horrible, cercana a cháchara o a chachachá, sino por haber tenido la impresión de que el autor la utilizó por imposición retórica, en el malentendido de que la poesía se hace con lenguaje reservado y en tono de capilla. En la vida diaria y corriente, en estos últimos veinticinco años, no he escuchado a nadie usar la palabra "muchachas" para referirse a una pluralidad de mujeres jóvenes. La palabra que se ha ido imponiendo es "minas", antiguamente una expresión despectiva o medio arrabalera. Los preadolescentes les dicen así a las niñas de su edad, pero también es verosímil que alguien nos presente en calidad de mina a una mujer de cincuenta años.
En fin, a lo que iba: cada vez que uno abre un libro de poesía se activan dos estados simultáneos: por una parte, la expectativa de vivir la experiencia de un descubrimiento; por otra, la fobia al léxico o al "idiolecto" ajeno, la resistencia a ser enrolado en emociones empalagosamente expresadas, el rechazo a la tendencia habitual de tomar cualquier hecho concreto -un encuentro amoroso, una concentración política, un recuerdo personal- y esponjarlo por medio de adornos verbales, en un efecto que alguien ha llamado "falso temblor".
Es cierto que el inefable núcleo poético se revela en un flash, que uno puede reunir un cúmulo arbitrario de libros del género y hacer el ejercicio de hojearlos a la rápida, en la convicción de que en algún momento de entre las páginas movedizas saltará la liebre de marzo. Pero habría que agregar que muchas veces un poeta significativo no se nos revela la primera vez que accedemos a sus textos, sino que se nos va volviendo necesario con el tiempo.
Me pasó alguna vez con Anguita y con Gonzalo Muñoz, y desde hace unos años me viene sucediendo con Paulo de Jolly. Cuando De Jolly apareció en 1979 en la escena local (Encuentro de Arte Joven de Las Condes), anacrónicamente ataviado, sus poemas -sus evocaciones sensibles de la Restauración- parecían irreductibles y fuera de lugar, aunque no para Enrique Lihn, quien puso sobre ellos una nota de atención. Hubo en esa oportunidad no recuerdo qué polémica a través del cuaderno de opiniones del Instituto Cultural de Las Condes, donde De Jolly escribió un inciso arrogante y Rodrigo Lira le contestó "zámpale tus custiones directamente a Dios".
Entendíamos por entonces la realidad como un precipitado acuciante, que no dejaba espacio para imaginar -salvo en el carril de la ironía- la naturaleza bajo control en los senderos de Fontainebleau. No llegábamos a entender la necesidad de existir de esos textos de los que hoy apreciamos tanto su discreta desnudez, su luz blanca y su distancia. De Jolly podría poner "muchachas" y los vocablos que se le antojen sin daño alguno, porque trabaja o trabajó con palabras desdoradas, misteriosamente irradiadas por las traducciones, las trasposiciones, los reflejos mutuos de mundos muy distantes.