La historia teatral de Chile tiene en los años 80 y 90 un momento de luz especial. En esos tiempos difíciles para el país germinó un poderoso mundo en las artes escénicas, de un brillo y de una personalidad difíciles de equiparar. Ya es lugar común remontarse a diciembre de 1988 y recordar desde ahí "La negra Ester", el nacimiento del Gran Circo Teatro y la figura de Andrés Pérez. La obra fue portada de la revista Wikén (9 de diciembre de 1988) y nadie pudo negar el prodigio escénico y popular que se había engendrado.
Eran los días de otros dos montajes que también son parte de la leyenda de nuestro teatro: "La historia sin fin", de Horacio Videla, y "El paseo de Buster Keaton", dirigido por Aldo Parodi. Comenzaba el "nuevo teatro chileno", que tendría grandes representantes para el mundo: el Teatro La Memoria, el Teatro del Silencio, el mismo Gran Circo Teatro y La Troppa.
Pérez fue clave en esto de hacer realismo sin realidad. "Al ponerse el actor una máscara", decía, "inmediatamente debe alejarse del realismo, de lo psicológico. La máscara lleva a que cada gesto tenga significado, no da cabida a la mentira teatral. Si se produce la conexión mágica entre el actor y la máscara que lleva puesta es que se ha hecho teatro verdaderamente". Alfredo Casto afirmaba una valoración de lo escénico por sobre lo literario y sentía que se había superado el psicologismo y el teatro como imitación de una supuesta realidad. "Poner en escena actualmente es distinto que poner en texto", decía Castro. El Teatro del Silencio, de Mauricio Celedón, extremaba esta prescindencia de la literatura: en sus montajes simplemente no había palabras.
Estaban también las experiencias del Teatro Q, ese entrañable proyecto de formación que lideraron María Cánepa y Juan Cuevas, y un festival joven y vibrante como el del Instituto Chileno Norteamericano, de donde surgió, entre otros grupos, una compañía como La Troppa.
Cuesta pensar en un momento tan lleno de novedad, de impulso y de conquista de espectadores. Un momento que conduce a tener en Chile el Festival de Teatro de las Naciones (1993) y que extiende su brazos hasta la total consolidación de enero como mes del teatro: Santiago a Mil cumple 20 años en 2013.
Después de ese período con momentos de gloria, es curioso lo que sucede en nuestros días, donde parece primar la atrofia creativa. ¿Qué se extraña? La actriz Bélgica Castro decía, en enero, que falta calidad en los montajes y que se presentan pocos títulos interesantes. "Los tiempos cambian y en este momento la gente no es aficionada al teatro, porque se hace poco", dijo. Y es verdad: se extraña el TEATRO: las grandes actuaciones, los textos completos y bien hechos. En muchos casos sólo se repiten fórmulas -muchas de ellas heredadas de las experiencias de Pérez y Castro, pero sin el sentido que movía esos trabajos- o se prefieren las revisiones que redundan en "interpretaciones" pobres, poco profundas. Inútiles, al fin.
El teatro "experimental" chileno debe dejar de experimentar con la calidad. Ésta es una condición primera y fundamental.
También ha sucedido que muchos siguen considerando teatro cualquier espectáculo o show basado en sketchs, cuyo objetivo es ganar dinero. Es un bien escaso el teatro como experiencia seria, con implicancias artísticas y sociales. Las obras de Guillermo Calderón ("Neva", "Villa+Discurso") son una excepción a esta regla, pero es teatro abiertamente político que no siempre interesa de manera amplia. Además, salvo casos muy puntuales y acreditados, los actores se sienten febles y no pueden afrontar la profundidad de sus textos. Pocos "saben decir". En particular los más jóvenes; se nota demasiado la falta de cultura y la debilidad técnica. Casi no hay grupos estables de trabajo y eso mismo limita tanto la consolidación de un estilo como también que las obras interpreten los grandes cambios.
En un ambiente así no es curioso lo que muchos piden. Hay un cierto hastiamiento con la parafernalia, con lo exterior, con los saltimbanquis, los muñecos gigantes y los fuegos artificiales. Todo eso funciona en la entrega demagógica a la calle, pero no tiene proyección. También hay que cuestionar ese imperativo de que hay que romper con lo tradicional, como si lo tradicional, por el sólo hecho de serlo, debiera -siempre- ser superado.
Una encuesta realizada por El Mercurio a personas conocedoras del medio teatral y público fiel develó que su deseo es ver a grandes actores como Anthony Hopkins, Jude Law o Helen Mirren sobre las tablas, mientras que las preferencias en obras de teatro -si bien muy diseminadas- se podían agrupar en aquellos que votaban por títulos de Shakespeare y los que querían ver musicales (género que vive un auge en el país). Se entiende así el apetito por ver "Agosto", de Tracy Letts, un gran melodrama si se quiere, pero con un texto sólido que necesita de actores de verdad.
También llama la atención que en ese sondeo sólo fueran mencionadas dos obras chilenas, ambas con apenas una adhesión: "Mama Rosa", de Fernando Debesa, y "La viuda de Apablaza", de Germán Luco Cruchaga; vale decir, textos con historias y personajes desarrollados. ¿Es mucho pedir eso al teatro?
Juan Antonio Muñoz trabajó en Wikén desde 1986, especializándose en teatro y cultura. Fue editor entre los años 1994 y 1999.
Esta columna fue publicada en la revista Wikén.