Mucho más que una nueva arquitectura, el Movimiento Moderno es la materialización de un manifiesto ideológico que irrumpe con insolencia contestataria tras las revoluciones y guerras del siglo XX. Estos modelos de edificios y ciudades representan la promesa de un hombre nuevo en una sociedad reinventada: hombre libre, sano, igual en oportunidades y esperanzas en un mundo que progresa inexorablemente gracias a la técnica y la ciencia. Como muchos creadores de su era, Óscar Niemeyer fue un comunista fundamental: su obra es la materialización de sus convicciones políticas. Y es, por tanto, una obra hecha de sueños: junto a Le Corbusier -su mentor-, Niemeyer encarnó la expresión más visceral y poética del modernismo arquitectónico del siglo de las grandes reivindicaciones sociales.
Desde estudiante admirador de Niemeyer, todo esto intuía yo cuando tuve la oportunidad de conocer los numerosos edificios de su autoría que configuran el patrimonio arquitectónico de Brasilia, ciudad fundada sobre un positivismo semejante al del propio Movimiento Moderno. Pero recorrer presencialmente esas construcciones revela una dimensión imposible de percibir en imágenes. Maravilla la dignidad y potencia simbólica de cada uno de esos edificios institucionales; la elegante síntesis formal, la austeridad material -tan afín con nuestra realidad sudamericana-, y la perfecta adecuación al clima y al paisaje, que es la atávica "sustentabilidad" que se esperaría de toda buena arquitectura, en contraste con esa otra que intenta venderse hoy como un producto certificado y de lujo.
Descubrí también que el trópico es el paisaje propicio para la apoteosis del Movimiento Moderno, como es la obra de Niemeyer. Los cinco principios del modernismo (elevar los edificios del suelo, envolventes distintas de la estructura, ventanas corridas, planta libre y techo-jardín) pueden manifestarse aquí sin limitaciones; más aún en la cultura extrovertida de un Brasil pujante, orgulloso, generoso, en que las obras privadas y públicas son siempre con altura de miras.
Tiempo después recorrí la sede del Partido Comunista en París, encargo recibido por Niemeyer al exiliarse de la dictadura brasileña en 1966. Es un ejercicio de madurez y síntesis después de la euforia de Brasilia, que anticipa mucho de lo que hoy damos por contemporáneo: el muro cortina (perfeccionado con la colaboración de Jean Prouvé), la topografía artificial, tanto interior como exterior; la abstracta disposición de los volúmenes en el espacio. Ese asombroso edificio me dejó una lección imborrable: todo gran arquitecto es siempre un profeta.