Un día llegaron ellos. Abrí la puerta de casa y llegó Juan -quien hoy es mi marido- con sus tres hijos: un niño de cuatro años y mellizos de seis. No recuerdo hacía cuánto que Juan y yo éramos novios, pero sí recuerdo que esa vez -cuando llegaron ellos- yo me sentía secretamente inquieta: tenía que demostrar en tiempo récord que yo no era un monstruo. No sabía qué hacer. En ese entonces yo tenía 26 años y el de los niños era para mí un mundo insondable. Así que fuimos todos a la cocina y preparé una merienda y nos quedamos de pie. Matías -el menor- se sentó en la mesada y los mellizos empezaron a jugar a los trompazos. Se pegaban y se reían. De nervios. Todos estábamos nerviosos. Luego los niños fueron al dormitorio y prendieron el televisor. Agustín -un mellizo- se hizo lío para cambiar de canal, y aproveché para acercarme a ayudarlo y hacerle cosquillas. Me apartó con la mano: fue un movimiento brusco. Ese gesto me desconcertó y me provocó una angustia que duraría mucho tiempo. El rechazo de Agustín había sido claro. Yo era para ellos una extraña, esa impostora que no era su madre: un estorbo. O algo bastante peor que eso.
Luego fue pasando todo: transcurrieron diez años. Y a lo largo de esta vida que armamos juntos -y a la que se sumó Joaquín, mi hijo en común con mi marido- siempre me pregunté cuál era la entidad del lazo que me unía a ellos y cuan grande era mi capacidad de amar a los hijos de otra mujer. A unos chicos que, si son normales, en algún momento -o en varios- habrán deseado que yo nunca hubiera estado ahí.
Ahí, quiero decir: en sus vidas.
Ahora ellos están grandes. Los mellizos tienen diecisiete años y el menor está por cumplir quince. Sabemos cuál es nuestro límite y hemos logrado, después de muchos años, tener confianza suficiente como para incluso discutir. Pero durante mucho tiempo estuve sometida a los dilemas y la lógica de las mujeres que se enamoran de separados con hijos: todas -todas- somos tachadas de culpables hasta que demostremos lo contrario. Y todas intentamos generar momentos perfectos dentro de la relación vincular más imperfecta de todas: la de las madrastras.
Somos muchas las madrastras. Cualquier mujer que se enamore de un hombre de más de treinta y cinco años tiene altas probabilidades de transformarse en una. Según datos del Registro Civil de la Ciudad de Buenos Aires -donde vivo- el 14 por ciento de los varones que se casan es divorciado y suele contraer segundas nupcias con una mujer soltera. Luego hay otra estimación poco académica, pero que igual sirve: una asociación local llamada El Club de las Divorciadas estima que los nuevos separados suelen tener entre 35 y 45 años (mientras que en la década de 1980 superaban los 50), que estuvieron en un matrimonio que no duró más de una década y que tienen hijos con edades inferiores a los ocho años.
Todos estos datos, sin embargo, no logran responder el interrogante mayor: ¿Sabe una mujer en qué se mete, cuando se mete a madrastra? Mando un mail a Cecilia: una amiga que convive dos veces por semana con la hija de su pareja, con quien también -desde hace dos años- tiene un hijo en común. Con Cecilia nos hicimos amigas cuando supimos que vivíamos en mundos parecidos. Fue durante un almuerzo. Mencioné al pasar a "los hijos de mi marido" y ella respondió con una anécdota fundacional: me contó el día en que conoció a Paloma, la hija de su esposo. Fue en una plaza. En ese entonces Paloma tenía cuatro años y Cecilia cuarenta. Cuando fueron presentadas, Paloma y Cecilia se dieron un beso casi espontáneo y en ese instante -sin decirlo, quizás sin saberlo- decidieron tener una jornada agradable.
-Tu papá me habló mucho de vos, sos muy linda -le dijo Cecilia a Paloma. No sabía si acariciarle el pelo. No sabía qué cosas hacer y qué cosas no.
-¿Querés que te hamaque un rato? -ofreció. Paloma dijo que sí con la cabeza y lo que siguió a ese intercambio fueron dos horas de gimnasia: Cecilia, una vez más, tenía que esforzarse en demostrar que no era un ogro. Hamacó a Paloma, le compró golosinas, le acomodó la hebilla, le sonó la nariz, le sacudió la arena, la llevó al baño de un bar a hacer pis. Hasta que, hacia el final de la tarde, la que tuvo que ir al baño fue Cecilia. Se levantó del banco, cruzó la calle, llegó a la vereda de enfrente y miró hacia atrás. Paloma la saludó con la mano y sonrió. Cecilia, liberada de algo -sólo ella sabía de cuánto- soltó el aire y entró al bar. Paloma se quedó junto a su padre.
-Papi -dijo al fin, todavía sonriente-. Eta mina no me guta.
La historia tiene final feliz y ocurrió hace cinco años, pero qué más da: ocurre siempre. Y marca la piedra fundamental de una relación de afecto que raramente es constante y que oscila entre el amor, la tolerancia y los ataques de nervios. "Las mujeres no saben en qué se meten cuando se meten a madrastras -responde finalmente Cecilia, por mail-. Los separados con hijos suelen ser un gran malentendido: todas se enamoran suponiendo que 'lo demás se arregla' e ignoran que 'lo demás' en realidad es lo que marcará sus vidas".
Sé de qué habla. Sé qué significa "lo demás". Significa, básicamente, estar con ellos. Significa -cuando son niños- resignar silencio y horas de ocio en soledad, patear bollos de ropa cada cinco pasos, vivir con fútbol, vivir con gritos, vivir con la cama matrimonial siempre llena. Significa -cuando son adolescentes- convivir con la guitarra a toda hora y huir de tu casa cuando hay partido de fútbol y tener, alguna vez, una discusión fuerte y no animarte a gritarles porque no son tus hijos. Pero también significa otra cosa: significa reírte mucho. Y significa, sobre todo, aprender a querer.
El día que llegaron ellos, sin ir más lejos, empezó a gestarse lo que terminó naciendo años después: mi deseo de tener un hijo. La posibilidad de pensar en Joaquín e imaginarlo, desde el minuto cero, rodeado de hermanos.