Hubo una foto. En la foto había un bebé. El bebé estaba sentado en una silla de comer, de cara a una ventana y con una muñeca plástica al alcance de la mano. Sobre su rostro había una cinta adhesiva: le sellaba la boca; el bebé estaba amordazado. El lugar en el que todo sucedía era "La Hormiguita Viajera", un jardín de infantes ubicado en Comodoro Rivadavia, una de las ciudades más importantes de Chubut, una provincia de la Patagonia argentina. "La Hormiguita Viajera" era uno de esos espacios a los que acuden las madres trabajadoras que necesitan una asistencia temprana para conservar sus empleos. Ninguna de ellas -supongo- imaginó que aquella escena pudiera ser posible. Ninguna sospechó que en "La Hormiguita Viajera" resolvían de este modo las cuestiones del llanto.
Hasta que a fines de octubre alguien -una maestra de música- tomó esta foto del niño y la subió a una red social. La denunciante aclaró, además, que no era un hecho aislado: que también tiraban del pelo a las criaturas y que eran capaces de dejarlos atados y llorando durante horas. Lo que sigue es previsible, y no tanto: por un lado, los medios levantaron la foto, la historia recorrió el país, el personal fue inmediatamente despedido, tres maestras fueron imputadas en el marco de una causa penal y la justicia clausuró el jardín. Pero luego sucedió lo otro: en las redes sociales -un medidor cada vez más fiel de los ánimos de la clase media- empezó a ganar espacio un estado de sospecha. En cuestión de horas se abrió un debate sobre la condición fiable de las mujeres que cuidan hijos ajenos, e incluso se polemizó sobre la moralidad de las madres que dejan a sus niños al cuidado de terceros.
He leído en estos días comentarios como éstos: "Detrás de estos niños abandonados, hay madres bastante egoístas"; "Yo entiendo que las mamás tienen que salir a trabajar y todo eso, por eso por qué mejor no lo piensan diez veces antes de traer un hijo al mundo"; "Dejar un bebé de nueve meses en una guardería es criminal". Incluso el diario La Nación publicó una columna en la que podía leerse lo siguiente: "Raros tiempos: decimos querer a niños a los que no dudamos en dejar por horas al cuidado de extraños (...). Raros tiempos, en especial para las mujeres. Porque con la misma insistencia con la que el mandato social las presiona para que sean madres, primero, y para que sean "buenas madres", después, también se les exige no abandonar sus vocaciones".
Desde entonces me quedé pensando. Ya no sólo en la foto, sino en ese modo de entender la maternidad que se fue desprendiendo de esa imagen atroz. Pensé, en primer lugar, en la idea de vocación: me pregunté en qué medida el regreso de las mujeres al universo laboral -luego de parir- responde verdaderamente a una demanda social. ¿Volvemos siempre porque nos obligan? Seguramente en muchos casos sí. Pero también estamos las otras madres: las que volvemos porque necesitamos volver; las que vemos en el trabajo un talismán contra la propia locura y un conjuro que nos ayuda a prodigar un amor sano, o al menos libre de cualquier peligro de resentimiento.
¿Fui mala madre por dejar a mi bebé en manos extrañas? Traté de buscar respuestas. Revolví en mis primeros años de maternidad. Recordé que a los seis meses de nacer Joaquín, con mi marido empezamos a necesitar apoyo externo: aunque yo escribía -como lo hice siempre- en casa, la asistencia de otra mujer era la garantía de que yo pudiera volver a mí por un rato.
Así fue que conocimos a Emilia. Yo la entrevisté y el primer contacto con ella fue inquietante.
-¿Cuidaste chicos alguna vez? -pregunté.
-Le cuidé ante a una viejita, que é lo mismo que cuidar a una criatura -contestó.
Emilia hablaba como en fracturas; sus palabras parecían rotas a fuerza de hachazos. Era una mujer baja, morena, robusta, con los extremos de los labios cubiertos por penachos de vello oscuro. Había nacido en Paraguay, había llegado a la Argentina algunos años atrás y por una suma de azares yo le había terminado tomando esa entrevista. Le pregunté dónde vivía, dentro de Buenos Aires.
-En la avenida Sáenz -dijo.
-Sáenz qué número.
-Uté agarra el colectivo, el ciento cincuenta y ocho vio, que le deja en Sáenz y Ventana, y entonces uté baja y le camina una cuadra y ahí le toca el segundo timbre y allá adelante vive mi cuñada con mi hermano y al fondo yo vivo con mi hija y mi papá.
-Pero yo no quiero ir a tu casa. Quiero saber dónde vivís.
-Yo vivo en la avenida Sáenz.
Emilia era un cuerpo transplantado de los campos de algodón y llegado a la ciudad para asumir una tarea titánica. Tenía unos cuarenta años, pero parecía de sesenta. Y, por encima de todo eso, tenía sentido común: para mí fue suficiente y se quedó con nosotros.
Pienso en Emilia -y en las miles de mujeres como ella, y en las maestras jardineras, y en los docentes que dejan el alma en la escuela- cada vez que una noticia horrenda hace caer un manto de sospecha sobre las redes de afecto que se tienden por afuera del mapa familiar. "Veo muchas madres que dicen "pero mi nana es divina", en fin, que cada uno se engañe como pueda..." llegué a escuchar en estos días. Y sentí tristeza; pero sobre todo sentí el gusto amargo de lo que se sabe injusto. Porque las manos extrañas son necesarias en más de un sentido. Y porque los extraños, cuando están bien elegidos, se vuelven familia.
Vuelvo a pensar en Emilia. En una escena que sucedió en el 2009. Yo volvía de hacer un trámite y bajé del autobús una parada antes para pasar por la plaza del barrio y saludar a mi hijo, que entonces tenía cuatro años. Era un día de sol y en el parque las mujeres charlaban y tomaban tereré bajo la sombra de un tilo. Pero Emilia, no. Ella estaba a la intemperie. Ella estaba acalorada y sucia, con las piernas abiertas y enterradas en la arena, con el flequillo cayéndole sobre los ojos y haciendo castillos con Joaquín. Supe, al verlos desde la distancia, que los dos formaban parte de una misma cosa que en ese momento no supe qué era, y que ahora sé que es el amor.
No quise interrumpirlos, pero desde entonces mi gratitud es enorme. Los miré un rato más y después -con alivio profundo- me fui.