A nueve años de la declaratoria de una zona de Valparaíso como Patrimonio de la Humanidad por parte de UNESCO, muchos se preguntan cuánto se ha hecho y cuánto efectivamente se hará. Todo aquí es formidable, excepto los recursos, que no parecen adecuarse a la magnitud de los desafíos, los obstáculos, las esperanzas. En estos últimos años, el puerto ha sufrido las frustraciones de una legislación urbana nacional que no permite distinción entre ciudades, regiones o culturas; ha sufrido del frío cálculo del negocio inmobiliario, indiferente al paisaje o al patrimonio construido, y ha sufrido de la falta de sintonía entre diversos actores, incluidos la autoridad portuaria y el ferrocarril -ambos absolutamente claves en el destino urbanístico y económico de la ciudad- para inaugurar una era de desarrollo armónico capaz de convertir el querido puerto en un faro para el turismo y otros emprendimientos, en lugar de darle la espalda, como hacen ahora, o estrujarlo por ganancias efímeras hasta que pierda todo su atractivo. Sin duda ha habido avances significativos, muchos de ellos gracias a la abnegada gestión del gobierno regional y municipal, y también gracias a la visión de algunos emprendedores privados: diez ascensores clausurados han sido comprados para su restauración y puesta en marcha; el Museo de Arte en el Palacio Baburizza acaba de ser entregado nuevamente al público tras 15 años cerrado; un exitoso centro cultural -excelente arquitectura- funciona desde hace poco en lo que fuera la cárcel de Valparaíso. El edificio Cousiño, que fue premeditadamente incendiado por sus propietarios para demolerlo y construir ahí una torre de oficinas, ha sido convertido, gracias a una soberbia intervención, en un local educacional de lujo. Pero al mismo tiempo, el patrimonio industrial, que fue precisamente el argumento de la declaratoria UNESCO, ha sido destruido gratuitamente por especuladores inescrupulosos y sin imaginación, como ocurrió con los valiosos gasómetros (actualmente un enorme supermercado), o el gran edificio de la Compañía Chilena de Tabacos, reducido a una escenografía ridícula. El dilema de Valparaíso es el dilema de Chile: la dramática necesidad de mayores controles para un desarrollo urbano coherente y sensato choca de frente con una filosofía económica liberal, arrogante y reduccionista. Es así como las iniciativas públicas o privadas en Valparaíso, si no son cuidadosamente calculadas y sujetas a eficaces procesos de diseño y participación ciudadana, pueden hacer tanto daño como una explosión atómica. Se anuncian, por ejemplo, estacionamientos subterráneos bajo las plazas Victoria y O'Higgins, dos espacios primarios de la ciudad, identitarios, con árboles exóticos y maduros que en cualquier lugar del mundo estarían protegidos por ley, con el alcalde liderando su defensa. ¿Por qué construir bajo una plaza histórica y no en cambio bajo las calzadas? ¿Porque tal vez de otro modo no habría concesionarios interesados? ¿Es así, entonces, como se toman las decisiones del buen diseño urbano? Todo lo bien o mal que logre hacer Valparaíso por su propio destino servirá de ejemplo al resto de las ciudades chilenas.