"Son sensibles al tacto las estrellas/ No sé escribir a máquina sin ellas", escribió Gerardo Diego. La inspiración proviene de los astros y de algo más humilde, la fricción de las yemas sobre el teclado.
Hace unos años, el fotógrafo Pablo Ortiz Monasterio preparó una espléndida edición de fotos de la vida diaria durante la Revolución Mexicana. Mientras los ejércitos combatían, la costumbre no frenaba sus tareas.
Una de las mejores imágenes de aquella selección es la de un examen de mecanografía en el que participan mujeres con los ojos vendados. La escena tiene algo de rito: las máquinas de escribir semejan altares donde se oficia a ciegas y las secretarias parecen recibir dictado divino, como si se fueran a graduar de médiums.
Esa foto me trae un lejano recuerdo. Irma era zurda y parecía hecha en otro mundo. Sufría para dominar las tijeras y otros utensilios creados por un Dios diestro. Desubicada, miraba la realidad como quien sabe que en unos minutos se va a ir la luz.
Yo tenía cierto acceso a su universo porque era amigo del Manitas, su hermano menor, experto en nudos náuticos. Es curioso el futuro que atribuimos a los compañeros de la infancia. El Manitas parecía destinado a grandes travesías: un explorador cuyos ojos entrecerrados anticipaban vendavales. En realidad, necesitaba gafas pero tardó en descubrirlo.
La extravagancia tiene formas peculiares de volverse lógica. Una tarde llegué a casa del Manitas y oí un crepitar extraño. "Es Irma: está loca", explicó mi amigo y me llevó al comedor. La mesa era presidida por una máquina Remington en la que Irma percutía con furioso empeño. Tenía los ojos vendados; se mordía los labios y agitaba la cabeza como una pianista convulsa. Una voz salía de una grabadora: "como renuevos cuyos aliños un viento helado marchita en flor". La frase se me grabó como todo lo que sucedió en ese instante, aunque tardé en saber que se debía a la exaltada inspiración de Amado Nervo.
A los 14 años, Irma participó en un concurso de dictado y rompió récord de velocidad. Asocié su triunfo con las rarezas de su carácter: el alfabeto de la máquina estaba tan loco como ella.
Muchos años después supe que a fines del siglo XIX, Christopher Latham Sholes separó en el teclado las letras que suelen escribirse juntas (por ejemplo, la A y la M) para evitar que los tipos chocaran entre sí. Sholes reordenó el ABC en forma disparatada pero útil. Por accidente, las combinaciones más usuales en inglés y otros idiomas quedaron del lado izquierdo. Sin saberlo, Sholes diseñó un aparato para zurdos. Por eso Irma lo dominó con tal soberanía.
El teclado QWERTY (llamado así por sus cinco primeras letras) permite que un mecanógrafo escriba tres mil palabras inglesas usando sólo la mano izquierda y en cambio disponga de unas trescientas para la derecha.
En 1936 August Dvorak propuso un teclado más racional. Hubo competencias en las que los usuarios de su método arrollaron a los estrafalarios que comenzaban a escribir por la Q. De nada sirvió demostrar que ese diseño era superior: la especie se había acostumbrado al desorden.
La computadora personal parecía perfecta para introducir un cambio. Steve Wozniak, fundador de Apple, aprendió el método Dvorak en un viaje de avión, lo juzgó superior al de Sholes y creó una aplicación sin el menor éxito. Hoy en día 500 millones de computadoras usan el arbitrario alfabeto QWERTY, hecho para un aparato casi extinto. ¿Por qué perdura la caprichosa invención de Sholes?
Aquella foto de los tiempos de la Revolución y el recuerdo de Irma muestran la importancia de escribir a ciegas, no como una destreza de la mente o la memoria, sino del tacto.
Después de casi cuarenta años de usar el teclado no tengo la menor idea de dónde están las letras, pero escribo sin verlas. Mis manos las conocen y quizá expresan algo por su cuenta.
Steve Jobs anunció el iPhone como un aparato para la herramienta perfecta: el dedo. La informática depende menos de los microcircuitos que de su condición digital. La civilización es táctil. Frotas ramas y surge el fuego, frotas teclas y arde una idea: "Son sensibles al tacto las estrellas...". El teclado en desorden obliga a entender con los dedos.
Los libros en Braille no tienen derechos de autor: lo que se comunica por el tacto es de todos.