Existe en el mundo una categoría de edificios que, por la especificidad de su programa y la universalidad de sus usuarios, replica con pocas variaciones los mismos conceptos espaciales y ambientales en todas partes. Son aquellos que dan al visitante extranjero una curiosa sensación de familiaridad, sin importar la latitud, el paisaje o la cultura. Son exponentes de una genuina arquitectura internacional, en que la globalización económica y cultural ha terminado por dictar no sólo arquetipos constructivos sino también estilos de vida.
Se cuentan entre estos edificios los de plantas libres de oficinas, hoy por hoy emblemas del capitalismo glorificado; los hoteles de cadenas internacionales, que ofrecen exactamente la misma habitación con el mismo desayuno en el mismo idioma en cualquier rincón del planeta, y también los principales aeropuertos: enormes complejos cuyos requisitos de operación corresponden a estrictos estándares internacionales, por lo que, a pesar de las posibles licencias arquitectónicas, terminan siendo -al menos en lo que a la experiencia del viajero respecta- semejantes en todo el mundo.
La ventaja de esta igualdad es que, como con todas las convenciones, el extraño se sentirá cómodo y seguro en territorio desconocido. En ese sentido, las primeras impresiones son inolvidables. Pero Pudahuel (prefiero este bellísimo nombre, que es el que todos usan de cualquier modo) es curiosamente distinto a los demás aeropuertos internacionales. El viajero, recién llegado de lo que en general es un viaje de trasnoche, se enfrenta a una serie de absurdos como jamás habrá experimentado en su vida. El primer golpe es verse obligado a transitar a través de un amplio local comercial, con el único propósito de tentarlo con una compra de último instante. Yo no he visto mezquindad igual en ningún aeropuerto del mundo; los países con conciencia de su propia dignidad todavía consideran al visitante un sujeto respetable y bienvenido, no una vulgar billetera. Luego viene la consabida pesquisa fitosanitaria, legítima y necesaria, pero torpemente desagradable por el gesto agrio y arrogante de los funcionarios públicos a cargo, evidentemente infelices con su trabajo de madrugada. Finalmente, el caos prehistórico de la salida: la muchedumbre apretada y vociferante, esgrimiendo letreros raídos y mal escritos, ofreciendo taxis como quien ofrece contrabando. ¡Pobre turista! ¿A dónde ha llegado?