Buceando en documentos del pasado reciente encontré, en los diarios de Alfonso Calderón ( Fuera de ninguna parte), una breve mención a la nieve que cayó en Santiago el 16 de julio de 1990. Se trata de uno de los escasos momentos en que Calderón cierra el foco para darle nitidez al fondo, al exterior. Sus diarios avanzan siempre por el horizonte de las lecturas y por el plano de la letra impresa. No tiene sentido anotar aquí los nombres de los autores que comenta, porque son muchos, casi todos. Shakespeare, Camus, Dante, Nietzsche, Sartre, Gide, Proust, Stendhal, decenas en el curso de unas cuantas páginas vertiginosas. Para Calderón, la biblioteca era una especie de central de comunicaciones y podría haber suscrito el verso de Quevedo sobre la inercia de leer: "Vivo en conversación con los difuntos".
"Son las seis de la tarde y ha comenzado a nevar en Santiago", escribe. "Aquí, en la calle Salvador con Los Jesuitas, la nieve cae primero en plumones muy leves, casi blancos, pero muy pronto todo se convierte en una nevazón a la antigua, como la que registra un cuadro de Helsby en donde se ve blanco el cerro San Cristóbal".
Por coincidencia, de un montón de periódicos viejos extraje poco después un ejemplar de La Segunda de julio del 90, donde, bajo el título "Espectáculos jamás vistos en Santiago... gruesa capa de nieve cubre el Mapocho", se publica una foto en la que se ve, desde un puente, el agua congelada entre sinuosos barriales y más atrás una estribación boscosa del San Cristóbal jaspeada por la nieve, cuyo blanco, como el del cielo invernal, se confunde con el blanco del papel de diario.
Recuerdo bien esa tarde-noche lejana porque la contemplación de la nieve ingrávida me dejó una inquietud favorable que derivó después en la reanudación del ejercicio de la escritura, para el cual yo llevaba muchos años bloqueado. Cerré en un momento las persianas, aislé mentalmente los gritos de los niños en la calle y los bocinazos y me fui por la deriva de un poema en que evocaba a mi padre, que había muerto el año anterior, y a sus numerosas industrias fallidas. Si en "Los muertos", de Joyce, la caída de la nieve borra las fronteras entre el adentro y el afuera -entre este mundo y el de más allá-, en mi módica realidad de 1990 equivalió al trazo que cierra un círculo pendiente o una puerta para evadir las sulfurosas restricciones del super-yo.
La mayoría de los hechos y de las circunstancias de hace veinte años se me ha ido escapando de la memoria. Nombres, rostros, canciones, partidos de fútbol, noticias, pensamientos: todo se configura hoy como un espejismo blanqueado en el que no hay mucho que buscar. Incluso las pasiones de entonces pasaron al limbo de la indiferencia y más tarde directamente al olvido. Pero la nieve persiste con el aura de una íntima y pequeña alegría.