La buena fortuna me lleva a Venecia, donde me esperan las grandes bienales de Arte y Arquitectura, los inagotables tesoros de palacios, museos, iglesias y edificios públicos, y los entusiastas agasajos veraniegos de los amigos nativos que me abren las puertas a sus secretos jardines y a sus terrazas empinadas sobre los tejados, en la tradición de los miradores de puerto. Venecia es esto y tanto más: una ciudad indescifrablemente antigua, compleja, riquísima y exuberante, libre y libertina, fuente de todos los refinamientos imaginables de Occidente; una de las ciudades más fascinantes por su singular paisaje de laberínticos trazados superpuestos, por el ritmo de vida dictado por la navegación, y por su emplazamiento en medio de una enorme y poco profunda laguna marina, un microcosmos ecológico cerrado hacia el Adriático por una larga barra donde se emplaza, entre otros poblados, el famoso Lido con sus elegantes playas, grandes hoteles afrancesados y su octogenario festival de cine.
El turista encantado se llevará un recuerdo sin duda romántico, pero inexacto. Venecia lucha contra los monstruos de la modernidad y el peso de la historia para poder proyectarse más o menos intacta hacia el futuro. Sufre sobre todo los embates de un turismo avasallador, efímero y vulgar que, con 12 millones de visitantes al año, supera su resistencia física y su capacidad de gestión. El transporte público, una gran flotilla de embarcaciones que surcan los canales, no da abasto. Cientos de negocios locales, cuyas célebres artesanías eran el orgullo de Venecia (marroquinería y zapatería, papelería e imprenta, joyería, textiles y moda, gastronomía, repostería y confitería, entre otras) han desaparecido para dar paso a locales de marcas internacionales, o para ser vendidos a capitalistas extranjeros emergentes, en especial chinos e indios, mercaderes de baratijas. Un ejemplo doloroso: gran parte de los souvenirs de vidrio soplado, que por tradición provenían de Murano y que se venden en masa a turistas, son hechos en China. Un producto veneciano auténtico es ahora un pequeño lujo. Incluso para los venecianos.
La ciudad sufre también de los embates de la naturaleza: si bien es cierto que se asienta muy lentamente en el fango de la laguna (toda la ciudad está construida sobre pilotes de madera densamente dispuestos y enterrados en el fondo), son las sorpresivas marejadas que penetran la laguna las que más daño causan, inundando a veces hasta más de un metro la ciudad completa. Para impedir este fenómeno cada vez más frecuente y desastroso, el gobierno ha emprendido la construcción de diques practicables en cada una de las entradas a la laguna. Con ello, las corrientes que alimentaban la laguna y su notable fauna, habrán cambiado para siempre. Y aun así, pese a los reclamos indignados de los pocos venecianos que aún viven allí, todos los días atraviesan por la antigua rada trasatlánticos tan descabelladamente gigantes, que jibarizan la antigua metrópolis. La mayor tragedia es que Venecia ha sufrido un éxodo de habitantes, expulsados por la especulación inmobiliaria y un turismo insostenible. Es lo que los venecianos llaman, con melancolía, “la Disneyficación” de su adorada ciudad. Yo, para consolarlos de su frustración, les hablo de Valparaíso, otro tesoro que en apariencia va por el mismo camino.